Por Rodrigo Sànchez Sosa
Los hombres no han cambiado mucho en siglos, sus paciones, deseos e inclinaciones no parecen distintos hoy a 1513 cuando se escribió el Príncipe de Maquiavelo, un tratado político, ético, antropológico y filosófico que, en occidente se asocia con la maldad, por ello decimos que algo es "maquiavélico", cuando queremos decir que algo es malévolo. Incluso en un tiempo se identificó a Maquiavelo con el diablo. Su obra sólo retrata al poder y a los hombres que lo buscan, con crudeza y poco nada tiene que ver con las artes oscuras de brujas y demonios. El retrato puede que no nos guste, pero es fiel. Maquiavelo retrata a los hombres que buscan el poder tal cual son y créame, no han cambiado mucho. Tampoco quienes somos dominados por ellos en forma de botín lo hemos hecho, los súbditos del príncipe, hoy ciudadanos de un estado, bajo la tutela de magistrados presidentes y cámaras de representantes en todo el mundo moderno; diferimos poco del vulgo del siglo XVI y los métodos de control y dominio tampoco son muy distintos. Así que, dado el caso, podremos vernos reflejados, ya sin príncipes ni ciudades estado, en esta obra, pero con los mismos ambiciosos que tratan de engañar para obtener el poder. Póngale nombres a este texto, del municipio, el estado o el país y vea lo que de ello dice el gran humanista Maquiavelo:
DE LOS PRINCIPADOS NUEVOS QUE SE ADQUIEREN CON ARMAS Y FORTUNA DE OTROS:
Los que sólo por la suerte se convierten en príncipes poco esfuerzo necesitan para llegar a serlo, pero no se mantienen sino con muchísimos trabajos. Las dificultades no surgen en su camino, porque tales hombres vuelan, pero se presentan una vez instalados. Me refiero a los que compran un Estado o a los que lo obtienen como regalo, tal cual sucedió a muchos en Grecia, en las ciudades de Jonia y del Helesponto, donde fueron hechos príncipes por Darío a fin de que le conservasen dichas ciudades para su seguridad y gloria; y como sucedió a muchos emperadores que llegaban al trono corrompiendo los soldados. Estos príncipes no se sostienen sino por la voluntad y la fortuna --cosas ambas mudables e inseguras-- de quienes los elevaron; y no saben ni pueden conservar aquella dignidad. No saben porque, si no son hombres de talento y virtudes superiores, no es presumible que conozcan el arte del mando, ya que han vivido siempre como simples ciudadanos. Acerca de estos dos modos de llegar a ser gobernante --por méritos o por suerte--, quiero citar dos ejemplos que perduran en nuestra memoria: el de Francisco Sforza y cl de César Borgia.
Francisco, con los medios que correspondían y con un gran talento, de la nada se convirtió en duque de Milán, y conservó con poca fatiga lo que con mil afanes había conquistado.
En el campo opuesto, César Borgia, llamado duque Valentino por el vulgo, adquirió el Estado con la fortuna de su padre, y con la de éste lo perdió, a pesar de haber empleado todos los medios imaginables y de haber hecho todo lo que un hombre prudente y hábil debe hacer para arraigar en un Estado que se ha obtenido con armas y apoyo ajenos. Porque, como ya he dicho, el que no coloca los cimientos con anticipación podría colocarlos luego si tiene talento, aun con riesgo de disgustar al arquitecto y de hacer peligrar el edificio.
DE LOS QUE LLEGARON AL PRINCIPADO MEDIANTE CRIMENES
Pero puesto que hay otros dos modos de llegar a príncipe que no se pueden atribuir enteramente a la fortuna o a la virtud, corresponde no pasarlos por alto, aunque sobre ellos se discurra con más detenimiento donde se trata de las repúblicas. Me refiero, primero, al caso en que se asciende al principado por un camino de perversidades y delitos; y después, al caso en que se llega a ser príncipe por el favor de los conciudadanos. Con dos ejemplos, uno antiguo y otro contemporáneo, ilustró el primero de estos modos, sin entrar a profundizar demasiado en la cuestión, porque creo que bastan para los que se hallan en la necesidad de imitarlos. El siciliano Agátocles, hombre no só1o de condición oscura, sino baja y abyecta, se convirtió en rey de Siracusa. Hijo de un alfarero, llevó una conducta reprochable en todos los períodos de su vida; sin embargo, acompañó siempre sus maldades con tanto ánimo y tanto vigor físico que entrado en la milicia llegó a ser, ascendiendo grado por grado, pretor de Siracusa. Una vez elevado a esta dignidad, quiso ser príncipe y obtener por la violencia, sin debérselo a nadie, lo que de buen grado le hubiera sido concedido. Se puso de acuerdo con el cartaginés Amílcar, que se hallaba con sus ejércitos en Sicilia, y una mañana reunió al pueblo y al Senado, como si tuviese que deliberar sobre cosas relacionadas con la república, y a una señal convenida sus soldados mataron a todos los senadores y a los ciudadanos mis ricos de Siracusa. Ocupó entonces y supo conservar como príncipe aquella ciudad, sin que se encendiera ninguna guerra civil por su causa. Y aunque los cartatgineses lo sitiaron dos veces y lo derrotaron por último, no sólo pudo defender la ciudad, sino que, dejando parte de sus tropas para que contuvieran a los sitiadores, con el resto invadió el Africa; y en poco tiempo levantó el sitio de Siracusa y puso a los cartagineses en tales aprietos, que se vieron obligados a pactar con él, a conformarse con sus posesiones del África y a dejarle la Sicilia. Quien estudie, pues, las acciones de Agátocles y juzgue sus méritos muy poco o nada encontrará que pueda atribuir a la suerte; no adquirió la soberanía por el favor de nadie, como he dicho más arriba, sino merced a sus grados militares, que se había ganado a costa de mil sacrificios y peligros; y se mantuvo en mérito a sus enérgicas y temerarias medidas. Verdad que no se puede llamar virtud el matar a los conciudadanos, el traicionar a los amigos y el carecer de fe, de piedad y de religión, con cuyos medios se puede adquirir poder, pero no gloria. Pero si se examinan el valor de Agátocles al arrastrar y salir triunfante de los peligros y su grandeza de alma para soportar y vencer los acontecimientos adversos, no se explica uno por qué tiene que ser considerado inferior a los capitanes más famosos. Sin embargo, su falta de humanidad, sus crueldades y maldades sin número, no consienten que se lo coloque entre los hombres ilustres. No se puede, pues, atribuir a la fortuna o a la virtud lo que consiguió sin la ayuda de una ni de la otra.
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