miércoles, 6 de marzo de 2019

La política desde gayola
Por Rodrigo Sánchez Sosa
Qué es Política: 
"Para cualquier ciudadano común, el término política le resulta familiar, si se compara con términos de otros ámbitos del conocimiento humano; son muy pocos los que se refieren con naturalidad a la heliantina, los quarks, la eritocitrosis, la metonimia o el valor añadido. En cambio, la política forma parte de nuestro lenguaje habitual; en las relaciones familiares, en las conversaciones de negocios, en las informaciones de los medios. Se aplica el término para describir la conducta de muchos actores; tienen su "política" los entrenadores de fútbol respecto de sus jugadores, las empresas respecto de sus competidores o de sus clientes, los estudiantes y los profesores -incluso padres e hijos- en sus relaciones mutuas, etc. Y se emplea también, como es natural, cuando tratamos de quienes dicen profesar la actividad política como tarea principal y aparecen de un modo o de otro en el escenario público; los gobernantes de todos los niveles (estatales, regionales, municipales), los funcionarios, los representantes de los grupos de intereses, de los partidos, de los medios de comunicación, de las iglesias, etc. Pero la familiaridad con la palabra no implica que quienes la usan la entiendan del mismo modo. Política es un término multívoco (tiene varias representaciones que hacen equívoco cualquier intento por definirlo), dotado de sentidos diferentes según el ámbito y el momento en que se emplea. Basta la consultar diccionarios -o incluso a los manuales de ciencia política- para darse cuenta de ello. Un buen ejercicio para comprobarlo consiste en solicitar a un grupo de personas que den su definición espontánea de lo que entienden por política; comprobaremos la diversidad de contenidos que le asignan.
También abundan las referencias a la política en tono despectivo o receloso: suele asociarse a confusión, división, engaño, favoritismo, manipulación, imposición, corrupción. Por lo mismo, estar "al margen o por encima" de la política se considera un valor. "Politizar" una cuestión o tomar una decisión por "razones políticas" comporta generalmente un juicio condenatorio, incluso en boca de políticos o de otros actores públicos. La política, pues, no está libre de sospecha. Al contrario: carga de entrada con una nota negativa. Y, sin embargo, la política también es capaz de movilizar en un momento dado a grandes sectores de la ciudadanía,  incluyendo a veces a los que -si se les pregunta sobre ella- la critican. Despierta emociones positivas -y negativas- con respecto a personajes, símbolos, banderas, himnos. Ha producido y produce movimientos de solidairidad y de cooperación humana. Y se asocia con frecuencia a conceptos solemnes que la gran mayoría afirma respetar: libertad, justicia, igualdad, paz, seguridad, bienestar, bien común. Hemos de ocuparnos, pues, de la política a sabiendas de que se trata de un concepto de manejo incómodo: es de uso habitual, pero controvertido, incluso contradictorio y presuntamente responsable de muchos males. Con todo, si queremos seguir adelante, no podemos prescindir de construir nuestra propia idea de la política. Estamos obligados a tomar una opción inicial -de carácter provisional, si se quiere-, que nos sirva de punto de arranque.
Nuestra opción es considerar la política como una práctica o actividad colectiva, que los miembros de una comunidad llevan a cabo. La finalidad de esta actividad es regular conflictos entre grupos. Y su resultado es la adopción de decisiones que obligan -por la fuerza, si es preciso- a los miembros de la comunidad.
El punto de partida de nuestro concepto de política es la existencia de conflictos sociales y de los intentos para sofocarlos o para regularlos. La especie humana se presenta corno una de las físicamente más desvalidas -¿la más desvalida?- entre los animales. En todas las etapas de su vida necesita de la comunidad para subsistir y desarrollarse. Con todo, estas mismas comunidades en las que se sitúa encierran discordias y antagonismos. Los titulares de noticieros informativos nos hablan todos los días de desacuerdos y tensiones. Tienen alcance colectivo porque implican a grupos humanos numerosos, identificados por posiciones comunes. Las discrepancias pueden afectar, según los casos, al control de recursos materiales, al disfrute de beneficios y de derechos o a la defensa de ideas y valores. En más de una ocasión, la tensión o el antagonismo puede afectar simultáneamente a bienes materiales, derechos legales y creencias religiosas o filosóficas.
¿Qué explica esta presencia constante de desacuerdos sociales? ¿Por qué razón la armonía social aparece como una situación excepcional o sencillamente utópica, cuando la vida en sociedad es una necesidad humana ineludible? El origen de los conflictos se sitúa en la existencia de diferencias sociales, que se convierten a menudo en desigualdades. La distribución de recursos y oportunidades coloca a individuos y grupos en situaciones asimétricas. No todos los miembros de la comunidad tienen un acceso razonablemente equilibrado a la riqueza material, a la instrucción, a la capacidad de difusión de sus ideas, etc. No todos comparten de manera sensiblemente equitativa las obligaciones y las cargas: familiares, productivas, asistenciales, fiscales, etc. Tales desequilibrios entre individuos y grupos generan una diversidad de reacciones. Quienes creen disfrutar de situaciones más ventajosas se esfuerzan generalmente por asegurarlas y luchan por no perderlas. Por su parte, quienes se sienten más perjudicados aspiran a hacer realidad sus expectativas de mejora. O simplemente pugnan por sobrevivir en su misma condición de inferioridad, sin ser totalmente marginados o aniquilados. Junto a unos y otros, también los hay que se empeñan en mantener o modificar las condiciones existentes, movidos por principios y valores y no por lo que personalmente se juegan en el asunto. Esta combinación de resistencias, expectativas, reivindicaciones y proyectos genera sentimientos de incertidumbre, de incomodidad o de peligro. De aquí la tensión que está presente en nuestras sociedades: afecta a muchas áreas de relación social y se expresa en versiones de diferente intensidad.
En este marco de incertidumbre, la política aparece como una respuesta colectiva al desacuerdo. Se confía a la política la regulación de la tensión social, porque no parecen suficientemente eficaces otras posibilidades de tratarla, como podrían ser la fidelidad familiar, la cooperación amistosa o la transacción mercantil. Estos mecanismos de regulación social -ya sea para mantener el status quo, ya sea para lograr un cierto cambio en la redistribución de posiciones y recursos- se basan, respectivamente, en los vínculos de sangre, la ayuda mutua o el intercambio económico. Cuando estos mecanismos no funcionan de manera satisfactoria para alguno de los actores empieza el ámbito de la política. ¿Qué distingue, pues, a la política respecto de otras vías de regulación del conflicto social? Lo que caracteriza a la política es el intento de resolver las diferencias mediante una decisión que obligará a todos los miembros de la comunidad. Es este carácter vinculante o forzoso de la decisión adoptada lo que distingue a la política de otros acuerdos que se adoptan en función de una relación de familia, de una amistad o de un intercambio económico. Esta decisión vinculante se ajusta a un conjunto de reglas o pautas. La combinación entre reglas y decisiones obligatorias aproxima la práctica política a determinadas formas de juego o de competición. Cuando en una partida de naipes, un encuentro deportivo o un concurso literario se producen momentos de desacuerdo, los participantes aceptan la aplicación obligatoria de un reglamento que han admitido de antemano. Sólo de este modo puede llegarse a un resultado previsiblemente acatado por todos, aunque sólo unos se hagan con la victoria. Es cierto que pueden darse -y de hecho se dan- disputas sobre la misma elaboración del reglamento, sobre su interpretación y sobre los propios resultados de la competición. Pero nadie negará que sin decisiones de obligado cumplimiento nacidas de unas reglas y sin algún tipo de árbitro que pueda resolver las disputas, no hay siquiera posibilidad de iniciar la partida o de llevarla a buen término. Hemos aludido al cumplimiento obligado de las decisiones políticas. Este cumplimiento obligado presupone que la capacidad de obligar incluye el uso de la fuerza. Esta posibilidad de usar la fuerza física -o de la amenaza de recurrir a ella- es característica de la política frente a otras formas de control social. 
Nos hemos referido a la "regulación" o "gestión" del conflicto: hemos evitado aludir a "la solución" del conflicto. ¿Por qué razón? El término solución evoca la idea de una salida satisfactoria para todos los implicados en la competición. Y parece claro que -incluso en las condiciones más favorables- es muy difícil conseguir esta satisfacción universal. De la acción política puede derivarse una alteración profunda de la situación anterior, que no dejará muy convencidos a quienes antes disfrutaban de las mejores condiciones. En otras ocasiones, la política reequilibrará las posiciones, con modificaciones que contarán con la aceptación -resignada o entusiasta, según los casos- de los diferentes afectados. 
La acción política puede desembocar también en una ratificación del status quo anterior, dejando inalteradas -y, a veces, agudizadas- las sensaciones de agravio o de amenaza. Por tanto, la política no consigue siempre "solucionar" los conflictos, aunque así lo prometan y lo proclamen algunos de sus protagonistas. Cuando se gestiona o maneja una determinada disputa, lo que se procura es preservar -de agrado o a la fuerza- una relativa cohesión social. Incluso la política autoritaria de los regímenes dictatoriales tiene como objetivo mantener un agregado una unidad y orden social, aunque sea sobre la base del dominio despótico de unos pocos sobre todos los demás. Ante la existencia de conflictos sociales- cada grupo decide "tomarse la justicia por su mano", acudiendo por sistema a la venganza privada. La política puede contemplarse, pues, como un seguro colectivo que las comunidades asumen contra la amenaza -más o menos probable- de un derrumbe del edificio social. O, si se prefiere una visión más positiva, la política se convierte en la garantía de que la cohesión de este edificio persistirá, porque las tensiones provocadas por desequilibrios y desigualdades internas serán reguladas de un modo suficientemente aceptable para el mayor número de los miembros del colectivo." (Josep M. Vallés "Ciencia Política una Introducción" Editorial Ariel, Barcelona 2007)


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