lunes, 15 de mayo de 2023

 Juan Rulfo, las crónicas

coloniales y su obra

Por Rodrigo Sánchez Sosa/ Cronista de Sayula

“Conocí a Juan Rulfo en el año de 1970, en una de esas excursiones librescas sabatinas que a veces emprendía por los laberintos de aquella casona del siglo XVIII que albergaba a la Antigua Librería de Robredo, uno de los últimos vestigios vivientes de lo que debió ser una librería del siglo XIX. Una de esas tardes, platicando con don Rafael Porrúa, quien conoce como pocos la bibliografía del México colonial, entró Rulfo y -con ese salvoconducto que muy pocos poseyeron- franqueó mostrador que, como rígida frontera, separó siempre a los clientes de la librería de los amigos de la librería. Pronto se inició una charla en que don Rafael llevaba la mayor parte y Rulfo la menor, pues siempre parecía taciturno y caviloso, sobre todo con desconocidos. Pero, poco a poco, la conversación se animó y, para mi sorpresa, nos vimos enfrascados en el tema del valor histórico de las crónicas coloniales, de las que Rulfo se mostró un buen conocedor. Sin embargo sus intereses históricos no eran los de un erudito, ni tampoco los de un anticuario o de un bibliófilo. Primero con ciertas reservas y luego con más soltura, nos comentó, en las cuatro o cinco tardes sabatinas que coincidimos en Robredo, que desde mucho tiempo atrás se había interesado en ese tipo de obras históricas y que incluso las había leído asiduamente. Nos decía, convencido, que un lector cuidadoso podía encontrar en ellas cuadros de la vida, costumbres, mentalidad y hasta del modo de hablar de los mexicanos del pasado, que era inútil buscar otras fuentes.  La verdad es que frente a esas afirmaciones se despertó mi curiosidad, no sólo porque venían de un escritor como Rulfo, sino porque, de alguna manera, bajo esas palabras dejaba traslucir que su interés iba más allá de lo que él mismo se atrevía, quizás por timidez, a confesar. Años después en casa de Fernando Benitez, lo oí repetir esas mismas palabras, y asegurarnos que sólo en las crónicas se hallaba un cuadro fidedigno no sólo del mundo prehispánico, sino también de lo colonial. Incluso nos dijo que había propuesto, en la institución oficial en la que trabajaba, la publicación -bajo su dirección- de una colección de crónicas, propósito que sabemos no alcanzó a realizar. Este interés explica que haya aceptado poner un breve prólogo a una edición de la Historia general de las cosas de la Nueva España, de fray Bernardino de Sahagún, publicada en 1985. 


De aquellas amenas conversaciones en la Librería de Robredo conservo algunas notas sueltas de lo que los tres decíamos, pues también don Rafael intervenía con eruditos y sabios comentarios. Esos recuerdos y esos apuntes son por necesidad fragmentarios, y fueron hechos para satisfacer una muy poco justificable curiosidad personal; pero he de confesar que, finalmente, alguna indicación me dieron de cuál  era  la  verdadera razón por la que a Rulfo le atraían esos viejos libracos que muy pocos historiadores, y casi ningún literato, leen hoy en día. Ante todo debo decir que para comprender las opiniones de Rulfo respecto del pasado prehispánico y colonial, así como en general su personal concepción de la historia de México, es necesario que lo situemos en el  momento histórico que le tocó vivir. Eran ésos los años terminales de la antigua, anacrónica y acre pugna entre indigenistas e hispanistas; años en los que ya estaban a la vista los frutos de esa enconada batalla donde no hubo -ni podía haber- vencedores ni vencidos. Por un lado prevalecía la visión exaltada y triunfalista de los indigenistas que veían en el pasado indígena la única y auténtica raíz de lo mexicano. Por el otro, estaban los hispanistas que ponderaban los beneficios de la incorporación del México antiguo a la civilización occidental. Unos y otros habían sacado a la luz los testimonios que apoyaban sus argumentos: códices, restos arqueológicos, crónicas, registros historiales, etcétera. La aportación doxográfica al estudio del pasado de México fue muy grande en esos años e influyó notablemente en toda una generación de intelectuales, Rulfo entre ellos. Sin embargo, esta influencia se circunscribió única y exclusivamente a la revaloración crítica de los testimonios sacados a la luz, no a los argumentos de los bandos en pugna.  En efecto, lo primero que se traslucía de las opiniones de Rulfo era que no compartía ni las teorías indigenistas progresistas de un Gamio o de un Othón de Mendizábal, ni tampoco suscribía las tesis de los panegiristas de la colonización española. Creía que la historia enseñaba algo, pero que no era, como quería Gamio, el instrumento para "acrecentar el bienestar de las sociedades contemporáneas", ni tampoco serviría nunca para crear conciencia del valor de las razas indígenas y de su capacidad intelectual y creadora. Para Rulfo lo que la historia enseñaba era algo más complejo que eso. Sus lecciones no eran pragmáticas sino morales y psicológicas. Poseía una visión que podríamos llamar "criolla" de la historia de México, pero a diferencia de las idealizaciones, también criollas, de un Clavijero o de un Bustamante, su concepción de lo que el pasado de México había sido era de un realismo que no exagero al calificar de brutal. Era la visión desencantada, descarnada, carente de fantasía de alguien que sabe que la historia escrita de México no es más que el itinerario de las desventuras de los explotados y los desposeídos de siempre, para quienes no existe un mundo ideal ni al principio ni al final de la historia. Las crónicas coloniales eran para Rulfo la suma y el compendio de ese itinerario. Ahí también aparecían los indios del campo, los mismos indios que en sus cuentos surgían arrastrando su miseria. Su tesis era geométrica: "Mire usted cómo se repite; y si no lo cree, lea las crónicas".  Sin embargo, esta visión del pasado no dejaba de ser como en el caso de un Clavijero, una visión externa, desde afuera, lejana de los protagonistas, sólo que, como ya dije, carecía del elemento idealizador del jesuita veracruzano. Y esta ausencia de idealización Rulfo la compartía, en sus relatos, con las crónicas coloniales. Esos viejos libros le permitieron acercarse a sus personajes, primeramente para conocerlos y comprenderlos, y después para retratarlos con mano maestra, no en una nueva  crónica al estilo del siglo XVII, sino en sus cuentos donde describió el campo mexicano. Por eso dije que para Rulfo la historia proporcionaba una enseñanza tanto moral como psicológica pero es obvio que ambas llevaban a un callejón sin salida.  Muchas veces, después de nuestras pláticas, me pregunté por qué ya no había escrito más, por qué se había detenido en esas dos obras maestras. Es probable que nunca lo sepamos con certeza, pues las razones o explicaciones que él daba a nadie le resultaron nunca demasiado convincentes. En cambio, más cercana a la verdad me pareció siempre su afirmación de que no escribía más porque no tenía nada más que decir, y ésta puede ser la única explicación válida, ya que tanto histórica como existencialmente había agotado, en esas dos obras, la imagen no heroica de sus personajes, de tal forma que después de retratarlos como paradigmas de lo que un filósofo ha llamado la "conciencia desgraciada", no le quedaba más alternativa que la ironía o el silencio. Y yo en lo personal pienso que optó sabiamente por lo último.  Para terminar estas reminiscencias diré que el más vivo recuerdo que tengo hasta hoy de esos encuentros en la Librería de Robredo es el de aquella ocasión en que, abstraído en la lectura de un antiguo libro cuyo nombre ya olvidé, se me acercó Rulfo con un viejo texto arrugado y polvoso encuadernado en pergamino, y me pidió que leyera un fragmento. Tomé el  libro que me entregaba y leí el pasaje indicado. Días después lo copié en una libreta de apuntes y hoy quisiera leerlo aquí en recuerdo del personaje que me lo mostró. El autor del texto fue Andrés de Arce y Miranda, cura de Tlatlauhqui y de Puebla, y data del año de 1766. 

 Dice así: 

 Los indios *…+ aquella gente pobre y desvalida, de quien tanto mal se habla y aun se escribe *…+. Mas si a mí me habilita al poder hablar algo en esta materia la experiencia de veinte años de cura de ellos *…+ no puedo menos, cuando oigo semejantes expresiones que llenarme de compasión, y exclamar… ¡Oh pobres indios, que de nada servís, más que de servir! Con más justicia y equidad proceden los que atendiendo al provecho y utilidad que de ellos nos resultan, dicen: Estos son unos pobres que nos enriquecen, unos desnudos que nos visten, unos hambrientos que nos hartan, y unos inútiles que nos sirven. En la realidad es así, pues si preguntamos ¿quiénes fabrican las casas que habitamos? No hay otra cosa que responder sino los indios. ¿Quiénes cultivan los campos que nos dan el sustento? *…+ Los indios. ¿Quiénes cuidan de día y de noche el ganado que nos sirve de alimento? Los indios ¿Quiénes por la mayor parte sacan la plata y  oro de las  minas? Los indios. ¿Quiénes proveen a la República de miniestras, versas, maniobras y utensilios para el  uso  de  la  vida?  Los  indios.  ¿Quiénes  han  construido en  ambas Américas tantas Iglesias y Templos en el que se adora el verdadero Dios? Los indios. ¿Quiénes en esta Nueva España mantienen tantas parroquias, sin otros fondos ni fábricas para su culto que sus pobres jornales? Los indios. Es verdad que así lo lleva de suyo su naturaleza y genio, pues cuando en todas las demás gentes de esta América prevalece el espíritu dominante y el orgullo de mandar en los pobres indios no se descubre más que el del abatimiento y el de servir; de suerte que de estos miserables me parece verificarse puntualmente lo que se imaginó Aristóteles de ciertos hombres, que dijo nacer por su naturaleza esclavos o siervos, contra el derecho de la común naturaleza que a todos los hombres nos hace libres. Y dígolo porque no sólo los españoles, sino también los negros, mulatos y chinos, tan inferiores a ellos en la pureza de sangre, tienen ánimo para mandarles, y audacia para vejarlos; y ellos no tienen espíritu para resistirles, con que vienen a ser criados de nuestros criados y siervos de nuestros mismos siervos *…+. No es negable que tienen los indios varios vicios y nulidades, como la embriaguez, la mentira, hurtillos y otros, pero si se leen bien las historias de su gentilidad, se hallará que casi todos vienen de nuestro mal ejemplo: el trato de la gente que se llama de razón los ha contagiado. Y así es observación que los indios cuanto más distantes de México y Puebla, y otros lugares populosos, tienen menos malicia y conservan mucha parte de su nativa inocencia. A estos vicios por mucho que exageren, preponderará con exceso un gran cúmulo de virtudes, su pobreza es extremada, y codicia de bienes ninguna; su humildad es suma y el aprecio de sí mismos muy poco. 

 Hasta aquí este texto colonial. Acaso el silencio de Rulfo cuando me lo mostró, sea, al fin y al cabo, su mejor comentario."  Elías Trabulse 


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