martes, 7 de noviembre de 2023

 Día de Muertos antes de los españoles

Por Rodrigo Sánchez Sosa/ Cronista de Sayula

En el México prehispánico, la cosmovisión del Día de Muertos era muy distinta a la de ahora. No sería justo decir que la historia del Día de Muertos tiene su origen en la época prehispánica, aunque con el tiempo las festividades europeas se han sincronizado con las de México.

Lo cierto es que culturas como la mexica, mixteca, zapoteca, tlaxcalteca, totonaca y los texcocanos, veían a la muerte no como una ausencia, sino como una presencia viva y un elemento indispensable en los ritos fúnebres que terminaron por convertirse en una de las celebraciones más hermosas del pueblo mexicano: el Día de Muertos.


Actualmente, la festividad se celebra los días 1 y 2 de noviembre debido a que los pueblos originarios trasladaron la veneración de sus muertos al calendario cristiano, pero la realidad es que ellos no tenían una fecha específica para sus rituales alrededor de la muerte.

En la época prehispánica, cuando alguien moría se le enterraba envuelto en un petate y se organizaba una fiesta con el propósito de guiarlo en su recorrido al Mictlán. Esta cosmovisión se trasladó después al Día de Muertos.

En los ritos fúnebres se preparaba la comida favorita del muerto, con la creencia de que podría llegar a sentir hambre en el camino; la muerte era sólo el comienzo de un nuevo viaje

Pero antes de su llegada al Mictlán, el alma se tenía que desprender del cuerpo. Y para eso estaba Tlaltecuhtli, la diosa de la Tierra que se encargaba de devorar los cadáveres, tras lo cual paría las almas y estas podían iniciar su recorrido.

El viaje, que ahora es conocido como Día de Muertos debido al recorrido que ahora se cree, hacen las almas para reencontrarse con los vivos, duraba 4 días. Finalizado, se encontraban con Mictlantecuhtli, señor de los muertos.

El destino de cada alma no dependía de sus acciones en la Tierra, pues las culturas prehispánicas no tenían una idea de castigo o infierno, sino de su tipo de muerte:

" Los que morían ahogados iban al Tlalocan o paraíso de Tláloc

" Los niños iban a un lugar llamado Chichihuacuauhco, donde un árbol goteaba leche para que no pasaran hambre

" El Mictlán estaba destinado para todas las personas que experimentaban una muerte natural

" Los que morían en combate iban al Omeyocan y después de 4 años regresaban a la vida en forma de colibrí

" Las mujeres que morían durante el parto también iban al Omeyocan" (Yazmín Navarro)

El siguiente es el fragmento de un relato sobre un imaginario guerrero tzayulteca, Uien, quien es hecho prisionero en batalla y llevado por sus enemigos para ser sacrificado ritualmente, junto con otros prisioneros de guerra, a la sede del gobierno purépecha durante la guerra del salitre que se libró por las salinas de La Playa de Sayula antes de la llegada de los españoles entre los tzayultecas y sus señoríos aliados de la región y Colima, contra el imperio indígena de Michoacán a finales del siglo XV:

"Había una oscuridad como la que imaginaba reina en el Miccapetlacalli (sepulcro). Sentía los cuerpos sudorosos de quienes lo rodeaban, el sudor frío de sus torsos desnudos y su piel incómodamente tibia. Pero no los podía ver. Nadie hablaba. La exhalación e inhalación de los alientos que se sumaban para hacer más pesado y caliente el aire que allí se respiraba, parecían sincronizados y al unísono un solo sonido, como el quejido de un animal que reposaba del asedio de los cazadores, oculto y herido, resignado a morir en cualquier momento. 

Eran doscientos hombres en aquella jaula de madera dura como piedra. Algunos estaban atados de pies y manos, tumbados sobre su costado a mitad de aquella jaula. Llevaban así tres días, desde que los purépechas los arrojaron allí. Aullaron, gritaron y se revolcaron como un montón de gusanos, día y noche, los demás, como él, solo los observaban en silencio, sintiendo repulsión por aquel montón de chichimecas desnudos con el pelo embarrado a la cara por la sangre seca, sudor y lodo que los cubría. Eran salvajes, grotescos, impulsados por el instinto de la guerra, guerreros menores, sin rango, pero orgullosos y altivos. 

Se revolcaban entre su orina y excrementos como jabalíes moribundos. Algunos al segundo día dejaron de moverse, Uien, no pudo saber si estaban enfermos o muertos. Los purépechas arrojaron a la jaula comida un día después de que llegaron, pero la mayoría de los chichimecas no hicieron ningún esfuerzo por hacerse de algún pedazo de tortilla o granos de nixtamal que caía cerca de ellos. Gritaron hasta que les fue posible, poco a poco dejaron de hacerlo, algunos de respeten lo volvían a hacer, los demás los seguían pero el cansancio los callaba luego de un corto tiempo y los últimos gritos ya sonaban mas a quejidos de dolor. 

Eran unos cincuenta, con sus caras fruncidas, ásperas y quemadas por el sol, como corteza de mesquite, todas con una expresión de rabia más que de terror o angustia, todos eran guerreros jóvenes, con el corazón palpitándoles en las venas como un colibrí. Uien en la oscuridad los imaginó inmóviles, resoplando sobre la tierra, levantando un polvo que nadie podía ver, esperando que alguno entre ellos volviese a gritar para hacerlo también. Los otros, como él, estaban sentados contra las rejas de madera de la jaula, con sus rodillas pegadas al pecho y observando fijamente la oscuridad. Eran pímes, cocas, otomíes, guachiciles y chichimecas, prisioneros de guerra. 

Había otras jaulas como aquella, Uien las había visto cuando lo trajeron a ese lugar. Bajó desde una de las lomas que circundaban aquel vallado donde estaban, y las miró alejadas unas de otras, llenas de gente; también vio al ejército enemigo danzando en formación de guerra, más a lo lejos, levantado grandes nubes de polo. Eran unos dos mil o tres mil guerreros purépechas. 

Lo llevaban atado del cuello y manos a una vara larga, junto con otros 20 guerreros, algunos heridos llevados rastras. Uien tenía  ya cinco lunas cautivo y calculaba que no faltaba mucho para la fiesta en que serían sacrificados. A él le hubiera gustado morir en combate y ahora estar acompañando a la serpiente y al jaguar por su viaje al inframundo, pero en combate fue inmovilizado y atado con ixtle filoso, tomado prisionero y conducido hasta allí con otros guerreros desde el sagrado Tzaulan. 

Su destino era morir sacrificado como guerrero no en la lucha cuerpo a cuerpo sino bajo el filo ritual de la obsidiana que le abriría el pecho. Su corazón se ofrecería aún palpitando a los dioses y su cuerpo sería devorado para seguir viviendo  como energía de poder en otros guerreros. Imaginaba aquello sin el mínimo temor anidando en su pecho. Para un guerrero la agonía es seguir vivo sin poder batirse en el campo de batalla en busca de la muerte. 

Morir en un ritual es honorable y gozoso, pero permanecer cautivo en espera de ser inmolado, es un dolor que consume y se expresa a gritos, como los guachihiles humillados hasta el polvo, a los que se les negaba la gloriosa muerte inmediata o el placer del combate que regase con su sangre la tierra.   

Esa noche era particularmente oscura y su educación como guerrero le decía que pronto una luna llena aparecería en el horizonte, por encima del pico de los cerros, emergiendo desde la casa de jaguar, para iluminar la jaula donde estaban prisioneros. Entonces todos serían sacrificados, los tambores rituales se escucharían hasta el nacimiento del nuevo sol jaguar, y luego serían devorados por Tlaltecuhtli y paridos de nuevo por esta, para comenzar su recorrido hasta encontrarse con Mictlantecuhtli, el señor de los muertos en su reino, el Mictlan…" (En el lugar de Quetzalcóatl, fragmento.)


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