lunes, 11 de octubre de 2021

 Juan Rulfo en la ciudad de México,

el escritor y la ciudad

Investigación de Rodrigo Sánchez Sosa/ Cronista de Sayula

La Ciudad de México fue laberíntica para Juan Rulfo; La aspiración del artista adolescente dibujaría un emblema; al vincularse y confrontarse con el gremio de escritores y la mansedumbre de la burocracia que lo mantuvo en cierto anonimato; el escritor provinciano, formado de manera autodidacta, tenía una preclara conciencia del oficio del escritor. Apartarse de la historia narrada es uno de los aspectos más complejos del trabajo escritural de Juan Rulfo. Porque "llega uno a meter sus propias ideas, se siente filósofo"; Rulfo añade que la ideología y la visión que del mundo tiene el escritor se asimilan a la historia contada, y cuando eso sucede el texto de ficción se vuelve ensayo. 


Muchos años después, casi al final de su vida, enfatizó: "nunca cuento un cuento en que hay experiencias personales o que haya algo autobiográfico o que yo haya visto u oído siempre tengo que imaginármelo o recrearlo, si acaso hay un punto de apoyo". Ahí se encierra el misterio de la creación; un misterio -añade el escritor- que proviene de la intuición que "Lo lleva a uno a pensar en algo que no está sucediendo, pero que está sucediendo en la escritura […] se trabaja con: imaginación, intuición y aparente verdad". Y en ese proceso el trabajo es solitario porque es la soledad que "lo lleva a uno a convertirse en una especie de médium de cosas que uno mismo desconoce, pero que, sin saber que solamente el inconsciente o la intuición lo llevan a uno a crear y seguir creando". 

Las aspiraciones estéticas en Rulfo son elevadas y están alejadas de la profesionalización del escritor: integrar el trabajo escritural a las demandas y necesidades de la industria editorial y los medios de comunicación y usufructo que redunda en la explotación de la imagen del escritor. Fue un escritor puro; produjo los textos que quiso y no los que debió escribir, en ocasiones se comprometió a entregar textos, por encargo, aunque al final desistió. Para Rulfo la literatura como la fotografía, el alpinismo y la historia eran aficiones: sublimaciones concebidas en una niñez anímicamente precaria en la cual los efectos se le escurrieron como el agua bendita de la pila bautismal. Aficiones que exaltaron hasta la virtud la imagen de la beatería de la madre. Más tarde estos gustos fueron medios que se aceleraron, aun, se precipitaron entre la rebeldía y la revelación del artista adolescente que se resistió con porfía al paraíso perdido: el mundo infantil en que la madre y el padre eran los cimientos, "la cosa de donde podemos agarrarnos para enraizar…". 

Entre la década de los treinta y los cincuenta andar por el centro de la Ciudad de México significaba un trayecto obligado para la población capitalina; ahí se encontraban los comercios y tiendas, los cines, los teatros, y casi todas las oficinas públicas y privadas, además de la Universidad Nacional: 

Saliendo de las aulas por las tardes […], solíamos ira a merendar al café situado en los bajos del arzobispado, llamado café del Seminario y cuya principal clientela era estudiantil […]. Dos lugares que me atraían por aquel entonces eran los mercados de libros viejos de la plazuela del Seminario y la Biblioteca Lancasteriana del callejón de los Betlemitas. La oscura memoria de pérdidas humanas no era el único saldo que la Revolución había dejado, porque también hubo conquistas sociales muy relevantes. El Artículo Tercero constitucional, por ejemplo, al establecer la educación primaria gratuita a toda la ciudadanía, abría enormes expectativas en la vida social y de sus instituciones no sólo de educación básica. En 1910 se creó la Universidad Nacional; se propuso agrupar y generar el saber en todos los ámbitos de la ciencia, las humanidades y las artes. Al paso de los años las editoriales -que entonces empezaron a surgir- llevaron sus acervos a las librerías y alimentaron el barrio universitario por lo menos hasta inicios de 1946 cuando el presidente Miguel Alemán concibió, a partir del modelo de los campus universitarios de Estados Unidos, una construcción superior a sus modelos, situada en un espacio que lo aislaría de la ciudad: el Pedregal de San Ángel.

Juan Rulfo quedó deslumbrado ante la idea de la Universidad concebida por Justo Sierra y reorientada por José Vasconcelos que se alimentaría en las bibliotecas. Hubo una confluencia de estratos sociales e identidades en el centro y el barrio universitario, el cual representó durante la primera parte del siglo xx el corazón de la capital del país; además de que concentraba la vida política, religiosa, social, financiera y comercial. Ahí se encontraban los maestros, los intelectuales, los artistas, los humanistas y, sobre todo, los estudiantes que buscaban a los oficiantes y los artesanos; desde optometristas hasta sastres y relojeros; también se encontraban ahí los centros de reunión para comer y departir; las fondas, los cafés, las cantinas. Esa nueva vida fue a la vez compleja y fascinante. Fue un arrebato emocional para el joven provinciano. A finales de los años treinta había bibliotecas ambulantes en el parque del Carmen; consistían en carros de madera que a los lados contenían estantes con los libros de la Secretaría de Educación Pública; se prestaban y se leían en las bancas del parque. 

En 1936 Rulfo realizó exámenes para revalidar estudios e ingresar a la Universidad Nacional y estudiar la carrera de leyes; fue rechazado e ingresó al Colegio de San Ildefonso como oyente pues no le revalidaron los estudios; al mismo tiempo asistió a las clases de Filosofía y Letras en el edificio Mascarones, cuyo antecedente fue la Escuela de Altos Estudios que nació en 1910 y fue el origen de las facultades de Filosofía y Letras y de Ciencias cuyo propósito fue proporcionar un nivel de enseñanza especializada así como crear cuadros en la docencia. La Escuela de Altos Estudios, que había formado parte del barrio universitario (situada en San Ildefonso y Primo de Verdad, respectivamente) se trasladó -en 1938- a la casa de Mascarones en Ribera de San Cosme, en donde tomaron clases algunos de los humanistas y escritores más connotados de su época. Rulfo, al mismo tiempo, conoció como oyente, las aulas de la Escuela Nacional de Jurisprudencia, situada en San Ildefonso número 28, en donde permaneció hasta 1954, año en que se trasladó a la Ciudad Universitaria. La vida del escritor jalisciense estaba signada por los imponderables, el abatimiento, la ilusión… El centro-que a partir de los cincuenta fue abandonado por las clases media y alta- debió ser, sobre todo en los primeros años, el alba viva. Las aspiraciones académicas del joven escritor sólo eran un medio que alimentaba su pretensión de llegar a Europa y volverse cosmopolita in situ; alcanzar la tierra prometida de todo escritor latinoamericano con vastos horizontes. En Mascarones tomaba clases y escuchaba las conferencias de Antonio Caso, Lombardo Toledano, Menéndez Samara, González Peña, Jiménez Rueda y Narciso Bassols. Ahí tuvo sus primeras lecciones y confrontaciones como lector; se llegó a quejar que sólo hubiera clase de literatura española y que lo obligaban a leer a escritores como José María Pereda (1833-1906) y Juan Valera (1824-1905), cuya literatura rechazaba por el uso excesivo de adjetivos; en opinión de Rulfo denotaban pobreza estilística y él mismo evitó desde joven luego de aquel intento malogrado, El Hijo del Desaliento. En una ocasión el profesor Carlos González Peña pidió a los alumnos que leyeran a Pereda; Rulfo se puso a leer a Dostoyevsky y fue expulsado de la clase. "Por pelear contra el adjetivo me corrieron de la Facultad". Las mejores lecciones las encontró en las tertulias del café donde se reunían jóvenes como José Luis Martínez, AlíChumacero, Manuel González Durán.

Fue en este ambiente en el que empezó a escribir El Hijo del Desaliento, una novela "...muy larga, muy retórica, muy llena de adjetivos";  "estaba escrita en tercera persona, después fueron hechos biográficos sucedidos y tomados de la realidad y aplicados a otro individuo". Su autor sentía que simplemente estaba escribiendo por escribir. Quería expresarse. El tema y el espacio estaban delineados, pero no lo estaba desarrollando con eficacia. Hay un trasunto de alter ego que no satisfizo al escritor porque no tenía alma, era cerebral. Después de la escritura de esta novela extensa y profusa en epítetos, alcanzó la sobriedad y laconismo, consumados en El Llano en llamas (1953) y en Pedro Páramo (1955).

Juan Rulfo abandonó la novela El Hijo del Desaliento porque la consideró retórica, alambicada y rimbombante; después, como ya se ha visto, entregará -a través de Efrén Hernández- a Juan Larrea y a Juan Rejano varios capítulos para que los publicaran en la revista Romance. Casi dos décadas después recuperó el original -a través de Tomás Segovia y Antonio Alatorre-; Rulfo extrajo un fragmento que se convirtió en "Un pedazo de noche" y lo público en la Revista Mexicana de Literatura. Es probable que el relato "La vida no es muy seria en sus cosas" también saliera de esa novela escenificada en la Ciudad de México. Su autor destruyó las trescientas cuartillas que la conformaban; le pareció que era tan cursi como su título. 

En ese primer intento creativo había huellas de que él se estaba despojando del pasado aciago que en la escritura resultaba redundante y con alusiones autobiográficas. Era una liberación ante las ausencias anímicas y las carencias materiales que enfrentaba el escritor en ciernes que en un principio exaltó la orfandad, de padre, de madre y también de la tierra que lo vio nacer: la naturaleza de la vida en el campo, que podía pasar de la festividad a la violencia, reposando en una sorda mansedumbre. Años después valoraría: México no es una ciudad que tenga características propias, es una ciudad mistificada totalmente, son muchas ciudades... entonces, cuando se dice la ciudad, bueno... ¿cuál ciudad? […] Me interesa la ciudad de México en el aspecto más bien de inmigración. No el aspecto económico, sino, tal vez, el impacto psíquico. El shock que reciben al intentar adaptarse a un medio hostil, que a veces los rechaza y a veces los absorbe. 

Hombre y creador se descubren al integrarse a una colectividad: "yo vivía con la soledad. El hombre está solo. Y si quiere comunicarse lo hace por medios que están a su alcance. El escritor no desea comunicarse, quiere explicarse a sí mismo".  El personaje central de El Hijo del Desaliento, señaló el propio Rulfo, es la soledad en la ciudad que es "triste y violenta", distinta del campo desértico y las tierras de temporal que provocan hastío, desolación y miseria. Efrén Hernández -quien le publicó su primer cuento-  estimuló a Rulfo a seguir con la escritura de la novela, mientras el autor se debatía entre la autocrítica que conduce al silencio previo a la revelación o a las sombras de la esterilidad. Lo cierto es que su amigo, "Tachas", tenía la certeza porque ya se esbozaban los rasgos de una vocación emergente en el cuerpo de la creación. La escritura irrumpió en ráfagas balbuceantes, aunque el escritor aún no lo aceptaba del todo:  "Yo, en el fondo, sabía que estaba haciendo cosas superficiales. [...] los personajes, todos eran abstractos. Un señor que se pone a platicar con la soledad, se pone a platicar con su alma [...], con su angustia, con la desilusión, con todas esas cosas. Discute con la desesperación. Caí en una retórica feroz. Cuando terminé El Hijo del Desaliento." Dice Rulfo.  La adaptación del escritor a la Ciudad de México fue lenta. Rulfo siempre mantuvo vívido el recuerdo de las caminatas en el campo; siempre tuvo presente el sabor del aire de los lugares que caminó y habitó en la infancia ("...No sentir otro sabor sino el del azahar de los naranjos en la tibieza del tiempo.");  su imaginario geográfico tenía que ver con la naturaleza, ya pródiga ("…Llanuras verdes. Ver subir y bajar el horizonte con el viento que mueve las espigas, el rizar de la tarde con una lluvia de triples rizos. El color de la tierra, el olor de la alfalfa y del pan. Un pueblo que huele a miel derramada…"). o desértica: "Después de trastumbar los cerros, bajamos cada vez más. Habíamos dejado el aire caliente allá arriba y nos íbamos hundiendo en el puro calor sin aire. Todo parecía estar como en espera de algo".  Ambientes distantes de la naciente metrópoli que Rulfo gozó y padeció entre la sorpresa y la zozobra. Algunas de esas sensaciones se traslucen en los borradores contenidos en Los cuadernos de Juan Rulfo: "Era la primera vez que venía a México, donde pensaba establecerse, por razones económicas, tú sabes, pues la pensión o parte de la herencia que le pasaba su hermano, le rendiría más […] Yo le hablé de una casa en Churubusco […] Luego hablamos de viajes y de esas cosas. Después salió a relucir lo del insomnio […] Veía hacia afuera, por la ventanilla el país gris y triste de las tierras de Tlaxcala. El tren venía muy rápido. Pasábamos una estación tras otra sin detenernos y cada vez a mayor velocidad. 

En El Llano en llamas la ciudad aparece de manera muy aislada, casi inadvertida, como un guiño para el lector; en "El Paso del Norte", un hombre deja encargados a su esposa y a sus cinco hijos con su padre para irse a Paso del Norte (Ciudad Juárez) con la expectativa de cruzar la frontera. Antes pasaría por la capital del país donde buscaría unos pesos trabajando como cargador:

-Oye, dicen que por Nonoalco necesitan gente para la descarga de los trenes. 

-¿Y pagan?

-Claro, a dos pesos la arroba.

-¿De serio? Ayer descargué como una tonelada de plátanos detrás de la Mercé y me dieron lo que me comí. Resultó con que los había robado y no me pagaron nada; hasta me cusielaron [me echaron] a los gendarmes. 

Es revelador que en las fugaces apariciones de la capital del país, en la obra de Rulfo se muestran sitios que evidencian la movilidad de la población; se infiere el bullicio y el resplandor en el cruce de sus grandes avenidas, en los ventanales de sus torres; condensadas sombras que reflejan el vacío. "Me sentí más solo que nadie cuando llegué a la Ciudad de México y nadie hablaba conmigo, y desde entonces la soledad no me ha abandonado".   ("El escritor, la ciudad y la creación literaria", Roberto García Bonilla. Parte del discurso del escritor en el Festival Rulfiano de Sayula 2017)


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