miércoles, 23 de agosto de 2023

 La política y la figura cultural del padre.

Por Rodrigo Sánchez Sosa

La inmadurez de nuestras actuales autoridades en Sayula me ha llevado a investiga el por qué una pandilla de muchachos tomó por asalto el poder desde 2018 y tiene la pretensión de perpetuarse, la pregunta es ¿Qué trasfondo tiene este fenómeno social? ¿Qué implicaciones a mediano o largo plazo se debe esperar de esto? Las consecuencias ahí están a la vista de todos, más es necesario explicarse socialmente qué pasa, esto encontré en investigaciones psicológicas, antropológicas y sociológicas, al respecto: El sociólogo Luigi Zoja hace una observación: solo existe padre en la especie humana. El padre es una construcción cultural. Que algunos machos humanos, a comienzos de la civilización, hayan elegido alimentar a sus hembras y a sus crías, es, según la antropóloga Margaret Mead, "un gesto muy raro en el mundo animal". 


Aunque la evolución premió esta conducta, pues favoreció a esos hijos, no hay nada estrictamente natural en la paternidad. Desde siempre ha habido que insistir mucho más para tener padre que madre; porque la tentación a la regresión a lo que hubo antes, al macho de la norma animal - egoísta y rival de las crías - acecha. Quizá sea esa la razón de haber tenido que construir tamaño andamiaje, al patriarcado, para sostenerlo.

Al padre, dada su contingencia, hubo que inventarlo tantas veces, tantas hasta que se convirtió en un nombre: el nombre del padre. Un progenitor no garantiza ser un padre, sino que padre es un rol al que alguien responde: por la protección, orientación y la inscripción en el mundo de otro ser humano. Pero como todo rol simbólico, nadie lo es realmente, sino que, es a un rol simbólico al que el ser humano responde. Antes está el rol, una función vacía, luego alguien puede encarnarla. Pero no-todo: nadie es "el padre" (ni sus metáforas). Entonces el hijo no es subalterno del padre, el verdadero subalterno es quien consiente a asumir una responsabilidad. Un padre es alguien que se somete a un orden humano.

En la historia occidental, el padre comenzó a encarnar algo mucho más grande que un hombre, pasó a ser el símbolo del eslabón entre la intrascendencia de una vida privada y el mundo público. En Roma, por ejemplo, existió la figura del "hijo alzado", que era el momento de reconocimiento de un padre a un hijo, fuera este biológico o adoptivo, no era eso lo más relevante, sino que el padre pusiera en ese cuerpecito un nombre. El destino de un hijo alzado o no, reverbera hasta hace no mucho, cuando existían los hijos legítimos y los bastardos. 

El padre también ha operado como ficción de un límite: "tu papá te va a regañar", dijeron muchas madres a sus hijos cuando su voz no tenía ningún efecto; aun cuando ese hombre no tenía ni ganas ni altura para retar a nadie. Lo que deja en evidencia, que padre tiene más de invento para sostener una función, que de realidad. Padre fue el nombre del lugar de la fascinación, mirar hacia arriba, odiarlo y querer superarlo. 

Ha sido también el lugar del "padre de los conflictos", el primero que se nombra cuando llega el malestar, decimos que alguien nos oprime o nos humilla. Lo que muchas veces es cierto, pero otras tantas, no es una autoridad la que se opone a nuestros deseos, sino que uno mismo. En psicoanálisis no es poco frecuente, que sea, precisamente, por los asuntos del padre por donde se comience a escarbar, hasta entrar, después de mucho rodeo, al laberinto del latigazo materno. Porque madre es el nombre del eco del origen, un lugar que contiene una ley mucho más seria para el cachorro humano; madre es la voz más difícil de la cual desapegarse. 

¿Qué queda del nombre del padre? Así como las instituciones en su nombre, la modernidad lo ha ido derritiendo. El lugar paterno fue sustituido por la escuela, así dejó de ser el transmisor de un oficio, luego del saber; hasta hoy, donde no hay garantías, que, respecto de muchos asuntos, los padres sepan más que sus hijos. La revolución industrial inventó al padre urbanizado, humillado por el jefe, hoy el padre inmigrante por fuerza, creando la figura de la vergüenza de los hijos hacia el padre, hacia su origen, su lengua. La modernidad, y su aceleración actual, cortó los lazos intergeneracionales. 

La lógica de la transparencia afectó mucho más a la autoridad de los padres, que a las madres. Porque se ha confundido al padre humano con el rol simbólico. Nadie es "el padre", y quien se crea realmente padre, y confunda su persona con un rol, entonces puede creer que es la autoridad y sentir propiedad sobre sus hijos, eso es autoritarismo no autoridad; esos son los padres terribles y locos. Ningún ser humano está a la altura de la función, pero el problema actual es creer que por ello, hay que destruir la función. 

Según Zoja, esta es la tragedia de la intrascendencia del macho: tener que inventar armatostes culturales enormes para justificar su trascendencia; como la guerra. ¿Qué ocurre cuando los viejos códigos se vuelven artefactos inútiles? Algunos responden con la peor versión, regresionando al origen: al macho egoísta, el de la cofradía de hermanos. Quizás algo de eso explique la fascinación de no pocos jóvenes con discursos reaccionarios, pandillas y milicias imaginarias. O bien, dice el sociólogo, arrancan hacia adelante, al estereotipo de los "nuevos padres", los que salen en las revistas con el torso desnudo con un niño en brazos. Un padre que debe seguir la ruta de la madre. Desde luego es virtuoso que el campo afectivo de los cuidados no sea un asunto exclusivo de las madres, pero la pregunta es quién ocupa hoy el lugar del eslabón entre lo privado y lo público; por cierto, espacios que parecen confundirse. ¿Tiene vigencia hoy el lugar del padre simbólico? ¿Hay adultos, de la anatomía que sea (padre no es exclusivamente un hombre), que consientan a ese lugar?

¿Pueden conversar las generaciones cuando no existe más el marco de la tradición? ¿Qué es la autoridad, qué la legitimidad de una autoridad? Crece cada vez más la impresión de que se trata de un lugar imposible, de que los padres pueden sustituir su palabra por lenguajes impersonales, por consejos de los especialistas en educación. Quizá nunca antes se leyó tanto sobre crianza. Lo mismo los maestros, si acaso aún pueden llevar ese nombre, es muy posible que puedan ser sustituidos, u obligados a convertirse en cápsulas informativas. A la juventud, por su parte, se la idealiza, se le atribuyen dotes refundacionales, pero a la vez se la criminaliza y se le teme ¿La pregunta es qué mundo les toca a las nuevas generaciones, cuando educarse no es garantía de nada, ni siquiera de tener un trabajo?. 

¿Qué es la herencia? ¿Qué se puede decir con algo de legitimidad? Natalia Ginzburg en los setenta se preguntaba, con cierta antipatía, por el orgullo de los no creyentes respecto de su no creer, como si fuera un triunfo. Se ven obligados a decirles a sus hijos, ante la pregunta por Dios y la muerte, que después no hay nada, nada más que restos y cenizas. El problema es que después de eso no hay otra palabra, ningún consuelo. Piensa que esa debe ser justamente la respuesta que no quieren los niños, a quienes no les gusta ir a dormir ni aburrirse, precisamente, porque en la infancia esos momentos se parecen demasiado a la muerte, a algo para siempre, sin retorno, sin mañana. Decirles que no hay más que huesos es robarles algo, una esperanza, un recurso fuera del tiempo. Pero además de ser unas palabras angustiantes, dice Ginzburg, son falsas, porque ¿quién sabe algo de Dios? Es cierto que no se puede decir que existe, pero tampoco que no existe. La verdad es que no se sabe. ¿Se puede decir eso a los hijos?

A fin de cuentas, ¿por qué saber que no hay más que carne y huesos podría ser una alegría? ¿Dar esa respuesta a un niño no será algo más desdichado que honesto? Por último, pregunta Ginzburg, ¿no sería mejor decir que existe para que luego los hijos boten a Dios? Quizá lo único importante en la respuesta a los hijos es la transmisión, no sé cómo, de que hay algo sobre nuestra existencia que no se sabe, que nadie sabe, no se puede saber. Que es como decir: el mundo no parte ni termina en nosotros. Pero además decirles, "pese a que no tengo todas las respuestas sobre la vida, en esta vida, a mí me toca responderte a ti".

Un asunto actual es la falta de distancia psicológica entre la juventud y la adultez, como si nadie quisiera ser adulto. Quizá se asocia a algo demasiado definitivo, o a sostener una autoridad siempre cuestionable. Padres que les cuentan sus infidelidades y sus borracheras, o bien, que suponen que los hijos tienen las respuestas que ellos mismos no son capaces de dar: "sé tú mismo", "sigue tu camino", sin considerar que esas respuestas requieren una trayectoria y experiencia, si acaso alguna vez se responden. 

A fin de cuentas, ser adulto es poder decir algo a los hijos, es soportar una posición antes que una certeza; se trata, supongo, de soportar decir algo para después, cuando llegue el momento, ser destituido de ese lugar.  ¿Qué palabra tiene sentido decir? ¿Qué puede decirle un viejo a un joven? Alan Badiou arriesga una respuesta en su Mensaje a los jóvenes. Al modo de Sócrates, entiende la transmisión como un pensamiento sexuado, saber y cuerpo, saber y eros, en oposición al saber cómo acumulación de datos. Badiou le habla a la juventud acerca de la verdadera vida, expresión que toma de Rimbaud. No sabemos qué es eso exactamente, aunque habría al menos dos amenazas a la vida verdadera que valdría la pena advertir. La primera es la de inflamarse en los impulsos inmediatos, en la satisfacción sin horizonte, como el primer Rimbaud: el ardor que quema. Y dos, como el segundo Rimbaud vuelto un comerciante esclavista: seguir el camino de la búsqueda de dinero y poder a cualquier costo. Por un lado, la vida como pura pulsión, por el otro, la vida que sigue caminos trillados y que busca seguridad de una manera mezquina. 

Sin embargo, hoy la dificultad de separarse del origen y de las pulsiones (como otro origen hecho de sensaciones corporales) se dificulta a falta de pensar la adultez como proyecto, también por la devaluación de la vejez y la falta de rituales que marquen un límite a la niñez y la juventud. Por el contrario, en las iniciaciones -que nada tienen que ver con que los adultos den un pase simbólico, un señuelo para el futuro- los jóvenes están solos en rituales sin ningún límite, muchas veces a través de prácticas autodestructivas como demostración de potencia. Como si eso fuese crecer: la potencia como negación de la impotencia, antes que como potencia creativa. 


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