Historia de una Guitarra.
Por: Rodrigo Sánchez Sosa.
Me recuerdo muy pequeño pulsando una guitarra de juguete, digo, era pequeño porque todo a mí alrededor era grande, excepto el banco en que estaba sentado y la guitarra que tocaba o algo así. Mi madre lavaba la ropa, inclinada en su enorme bloque de cemento gris, ahora que, recordando mejor, pasaba tanto tiempo ahí, que hubiera dicho, si me lo hubieran preguntado, que aquella pileta y su piedra para tallar la ropa eran una extensión de mi madre o ella una extensión de lavadero. Lo mismo el sonido del agua llenando la pileta, pero sobre todo, diría que la voz de mi madre era una y la misma con la música que salía de su radio portátil marca magestic. Con un diseño espacial muy de los sesentas, como tablero de galaxie 500, el radio era rojo y crema, lucía su pequeña bocina del lado derecho por donde se asomaba el sonido a una rejilla que seguramente lo fragmentaban en rebanadas de aire que terminaban por fundirse a las enredaderas que tejía mi madre con su voz en el arcoíris de jabón y agua que salpicaban el aura azul que enmarcaba ese cuadro. Yo trataba de tocar esa música que veían mis ojos. Y lo lograba. La guitarra ejercía una fascinación mágica en el niño de tres años que entonces era. Pasarían casi ocho años, mucho tiempo después que la primera guitarra de juguete que tocaba imágenes terminara sus días útiles fragmentada, perdida en el "cuartito del diablo", lugar donde descansaban en perpetua oscuridad los juguetes y las cosas viejas de la casa; que me tope con otra guitarra. No era tan grande, lo sé porque la guitarra lo era. Esa guitarra olía, olía a seminarista, a maestro de primaria de morral y huaraches. De hecho era de una amiga de mi madre, maestra de primer año en un colegio de monjas al que yo asistía. Allí aprendí los primeros acordes: Re, Sol, Do, Mi, la menor. Esos acordes tenían un olor dulce, terso, casi discreto, olían a viejo, a duela de templo, a estola de cura recién planchada, a incienso, a imagen de santo antiguo. Había algo de solemne en esos olores, pero al mismo tiempo era juguetón y pasional. Las cuerdas de nailon de diferentes colores, rojas amarillas y negras, olían al tacto. Con cada rasgueo pintaban círculos de aromas en el vacio. De la boca de la guitarra con su collar de escamas amarillas, salían los olores que llenaban los atardeceres, noches y el alba de los días vueltos copal en círculo de sol del final de mi primaria. Ya en la secundaria, pude ahorrar para comprarme una guitarra. 60 pesos. Creo que me costó. Un hombre que pasó por las calle del pueblo, con un tercio de guitarras al hombro, me la vendió, dijo que era de Paracho, hecha de palo de rosa. Imagine a Paracho como al paraíso de las guitarras y al palo de rosa como el árbol del bien y el mal de donde comieron Adán y Eva. Fue entonces, mientras pensaba en el paraíso y todas esas cosas del pecado y la tentación, que me di cuanta que la guitarra tenía curvas, como las de una mujer. Palpé aquellas "caderas" de madera con cierta malicia, solo digna del puberto curioso que aunque quiera no puede dejar de pensar en lo mismo: la sensación de tocar el contorno y la textura de una piel de fémina. Luego vino la revelación, si la forma de la mandrágora la hace un imán mágico por simular el cuerpo del hombre en su raíz, la guitarra ejercería, seguramente, una atracción en la mujer. Aprendí a tocar para acariciar de lejos a las muchachas que de cerca me hacían temblar. Las escalas eran viajes quinésícos de doble sentido que trazaban coordenadas en planos de piel; geografías lascivas, graduadas por el deseo no por la voluntad. La voluptuosidad de los excesos implicaba compulsivamente el tacto vuelto sonido, trasmutado en vino, janga, polvo de ángel, tabaco persa. En un sentimiento de inmortalidad captado por la piel propia y ajena. Ya no era un niño, la guitarra era un templo levantado a mi ego que gritaba desorbitado: ¡toca! En la escuela de música conocí la guitarra. Daba miedo, era frío, dolían los dedos, se tensaba el cuerpo, todo era presión: Escalas mayores menores, armónicas, melódicas, pentatónicas, tonales semitonales, modales; intervalos, acordes aumentados, disminuidos, suspendidos, de séptima mayor y menor, de novena; clave de sol y fa, armaduras, pentagrama; notas de paso, bordados, retardos, apoyaturas, dobles apoyaturas; blancas, negras, corcheas, semicorcheas, fusas, semifusas…perdí la magia, un accidente destruyó mi guitarra y en un cubículo se apagó mi sueño de un solo soplo. Fue en la facultad, cuando ya no tenía ni había pulsado una guitarra en años, que de repente, finalmente, la escuché. Era el sonido seco de un fusil disparándose contra la piel que crepitaba; la consigna callejera de una marcha que inaugura el avance de los cuerpos represivos; el llanto de un niño que muere de hambre. La voz de rasposa Tom Watts, el tono quejumbroso de Dilan que preguntaba: "¿Cuántos caminos tiene que andar un hombre para ser llamado hombre?, la dulce voz de Lennon invitándome a imaginar que no había fronteras, ni religiones, los obreros pobres de los barrios blancos en Londres que gritaban con The Clash: ¡queremos una motín blanco!, el sonido galáctico de una guitarra sin más efecto que el volumen del amplificador de Hendrixs; pero también el grito de Silvio Rodríguez que insistía: "aquí se queda la clara la entrañable trasparecía…" el de Rodrigo González: "Pagar, pagar, sin descansar, pagar tus pasos hasta tus sueños, pagar tu tiempo y tu respirar" , el de Gerardo Enciso: "Oh Amo a mi país, pero el no me ama a mi…" hasta el de Kurt Cobain: ¡Rape me my friend rape me again! O el de los Fabulosos Cadillacs: "Santa María de los buenos aires si todo estuviera mejor…" me di cuanta entonces que ya era un hombre. Escuché a mi guitarra y me contó su historia, mi propia historia.
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