viernes, 11 de mayo de 2012


Los días de pueblo
Lizeth Sevilla

Si camino paso a paso hasta el recuerdo más hondo, caigo en la húmeda barranca deToistona, bordeada de helechos y de musgo entrañable. Allí hay una flor blanca. 
Laperfumada estrellita de San Juan que prendió con su alfiler de aroma el primerrecuerdo de mi vida terrestre: una tarde de infancia en que salí por vez primera a conocerel campo.
La Feria. Juan José Arreola

La sensación que se desarrolla en el cuerpo cuando puede vislumbrarse un amanecer en un pueblo, las actividades diarias de las personas, los perros ladrando, la creatividad de los niños andariegos que corren sin miedos, que juegan libremente, trepan a los árboles, y por un momento pareciera que las carencias forman parte de un mal sueño. Son memorias que vienen a colación cuando pienso en uno de los pueblitos en los que me tocó crecer.
Recuerdo que la vida iniciaba a las cinco de la mañana para muchas personas. Algunas señoras llevaban su nixtamal al molino muy temprano, para que las labores de la casa no se les acumularan. Muchas veces, de niña, también viví la experiencia de madrugar, llevar el nixtamal y esperar el turno. Me gustaba ver cómo se transformaba aquél tumulto de maíz cocido en una masa amarillenta que después sería el material de mi abuelo para hacerme mis , pero además, era maravilloso ver esa fila de señoras que en tanto les tocaba su turno, platicaban del marido, de la tierra, o de lo que había dicho el sacerdote en misa. Cuando terminaba mi turno, regresaba a casa con un sinfín de historias en mi cabeza, que después volcaba en una conversación amena con mi abuelo. 
Siempre me gustó ver cuando daban las seis de la tarde, salían de sus casas y se sentaban en bancos a platicar hasta que daba la noche. Me gustaba ver a las señoras que se ponían a tejer y no perdían la cuenta del punto de cruz mientras platicaban. Me encantaba que me quisieran asustar diciéndome que si seguía saliéndome al balcón en la madrugada, seguramente me saldría una caravana de calaveras que iban del panteón a la iglesia con su vela encendida y que se detendrían para pedirme un favor y entonces, me llevarían con ellos… muchas veces me la pasé esperando que eso ocurriera, pero fue vano.
Amaba el amanecer, el olor a canela que salía de las casas de mis vecinas, cómo  se iba metiendo el sol por la ventana de mi cuarto hasta obligarme a salir de la cama para iniciar con las actividades diarias, y después, las señoras que salían a barrer la calle, los niños que corrían a la escuela y el silencio sepulcral que le seguía, dando la pauta para que tomara un tiempo para leer o escribir.
Después, llegaba el tiempo en que los señores se reunían en alguna banca del jardín a platicar de cualquier tema, la tierra, las enfermedades… y cuando se acercaba la hora de comer, regresaban a sus casas, a veces regresaban por la tarde, pero la mayoría estaba en sus parcelas.
Pensar en el pueblo, significa pensar en mi abuelo,  en las tortillas, en la tierra sembrada de caña o maíz, en los grillos y el comienzo del anochecer cuando las garzas viajaban de un lado del río a otro para dormir. Y también, pensar en el pueblo implica recordar fragmentos de canciones que en tanto limpiaban la tierra, muchos señores, incluyendo a mi abuelo, tarareaban sin más público que las cañas haciendo alarde con el viento y mis oídos ávidos de historias y ritmos: y así se iba el día, ninguno siendo el mismo en tanto pasaba el tiempo ahí. Había días de resorteras, días de campo, días de lluvia y tierra mojada, días de soledad y demasiada calma hasta la locura. 
Ahora que el tiempo me ha puesto del otro lado de la realidad, en donde es difícil detenerse y admirar con calma un amanecer, o beberse lentamente de una taza esa canela que las señoras dejan en sus fogones o estufas hasta que se pone tinta, los recuerdos de los días en un pueblo, me transportan indudablemente, a ese lugar en el que todo crecía libre y había pájaros cantando y había perros corriendo y la calma era soportable…

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