martes, 29 de septiembre de 2020

          Política, tecnocracia y  globalización  

Por Rodrigo Sánchez Sosa

En 1982 llegaron los tecnócratas al gobierno de México, el ala nacionalista del PRI, cada vez mas marginada, devino en un poder mermado desde Ávila Camacho; vueltos sus sectores sociales del partido cotos de poder de líderes corruptos, no representaron más los intereses populares y el dogma de la escuela de Chicago, el neoliberalismo, implementado a sangre y fuego en Chile posó sus garras sobre territorio nacional, Reagan y Thatcher marcaron el futuro de un México que no sabía entonces lo que le esperaba. Mientras tanto, los nuevos priistas egresados de universidades gringas se preparaban para más de tres décadas de poder en contubernio con la derecha panista. Aquí parte de su ideología, la meritocracia, y el motivo de su fracaso en el mundo: 


"En el centro mismo del fracaso neoliberal encontramos el modo en que los partidos tradicionales (PRI, PAN, PRD) han concebido y aplicado el proyecto de la globalización durante las cuatro últimas décadas. Dos son los aspectos de ese proyecto que originaron las condiciones que hoy alimentan la protesta popular. Uno es su forma neoliberal de concebir el bien público; el otro es su modo meritocrático de definir a los ganadores y a los perdedores del sistema económico. La concepción neoliberal de la política está ligada a una fe en los mercados; no necesariamente en un capitalismo sin límites, de laissez faire (Dejar ser dejar pasar), pero sí en la idea más general de que los mecanismos de mercado son los instrumentos primordiales para conseguir el bien público. Este modo de concebir la política es tecnocrático por cuanto vacía el discurso público de argumentos morales sustantivos y trata materias susceptibles de discusión ideológica como si fueran simples cuestiones de eficiencia económica y, por lo tanto, un coto reservado a los expertos. No es difícil ver en qué sentido la fe neoliberal en los mercados preparó el camino para la llegada del descontento popular. Esta globalización impulsada por el mercado trajo consigo desigualdad, y también devaluó las identidades y las lealtades nacionales. Con la libre circulación de bienes y capitales a través de las fronteras de los Estados, quienes sacaban provecho de la economía globalizada ponían en valor las identidades cosmopolitas por considerarlas una alternativa progresista e ilustrada a los modos de hacer estrechos, provincianos, del proteccionismo, el tribalismo y el conflicto. La verdadera división política, sostenían, ya no era la que separaba a la izquierda de la derecha, sino a lo abierto de lo cerrado. Eso implicaba que las críticas a las deslocalizaciones, los acuerdos de libre comercio y los flujos ilimitados de capital fuesen consideradas como propias de una mentalidad cerrada más que abierta, y tribal más que global (Popper). Al mismo tiempo, el enfoque neoliberal de la forma de gobernar iba tratando muchas cuestiones públicas como asuntos necesitados de una competencia técnica que no estaba al alcance de los ciudadanos de a pie. Con ello se fue angostando el ámbito del debate democrático, se fueron vaciando de contenido los términos del discurso público y se fue generando una sensación creciente de desempoderamiento (Popular). Esta concepción de la globalización como un fenómeno neoliberal y favorecedor del mercado fue adoptada por los partidos tradicionales tanto de la izquierda como de la derecha (en México PRD y PAN). Pero sería esa aceptación del pensamiento y los valores de mercado por parte de los partidos de centroizquierda (en México el PRI) la que demostraría ser más trascendental, tanto para el proyecto globalizador mismo como para la protesta populista que seguiría a continuación. Para cuando Trump resultó elegido, el Partido Demócrata ya se había convertido en una formación del "liberalismo" neo, más afín a la clase de los profesionales con titulación superior que al electorado obrero y de clase media que, en su día, había constituido su base (en México, más a los egresados de universidades extrajeras que a los líderes de sectores populares). Lo mismo ocurría en Gran Bretaña con el Partido Laborista en el momento del referéndum del Brexit, y también con los partidos socialdemócratas europeos.

Los orígenes de esta transformación se remontan a la década de 1980. Ronald Reagan y Margaret Thatcher defendían que el Estado era el problema y que los mercados eran la solución. Cuando abandonaron la escena política, los políticos de centroizquierda que los sucedieron -Bill Clinton en Estados Unidos, Tony Blair en Gran Bretaña y Gerhard Schröder en Alemania- moderaron aquella fe en el mercado, pero, al mismo tiempo, la consolidaron (en México el PRI de Carlos Salinas de Gortari). Suavizaron las aristas más hirientes de los mercados incontrolados, pero no cuestionaron la premisa central de la era Reagan-Thatcher, la de que los mecanismos de mercado son los instrumentos primordiales para alcanzar el bien público. En consonancia con aquella fe, adoptaron esa versión de la globalización amiga de los mercados y aceptaron gustosos la creciente financiarización de la economía. En la década de 1990, la Administración Clinton formó un frente común con los republicanos en la promoción de acuerdos comerciales globales y en la desregulación del sector financiero. Las ventajas de esas políticas fueron a parar mayormente a quienes se encontraban en la cima social, pero los demócratas hicieron poco por abordar la desigualdad, cada vez más profunda, y el poder del dinero en la política, cada vez mayor. Tras desviarse de su misión tradicional de domesticación del capitalismo y de sujeción del poder económico a la rendición de cuentas democrática, el progresismo de centroizquierda perdió su capacidad inspiradora (En México el PRI pierde su hegemonía frente al PAN y en el año 2000, gana la presidencia Vicente Fox). Todo eso pareció cambiar cuando Barack Obama entró en la escena política. En su campaña para las presidenciales de 2008, supo ofrecer una alternativa emocionante al lenguaje gerencial, tecnocrá- tico, que había terminado caracterizando al discurso público de la izquierda "liberal". Mostró que la política progresista podía hablar también el idioma del sentido moral y espiritual. (En México, la escena estaba preparada para que AMLO ganara la presidencia en 2006, pero la derecha empoderada llevó acabó el fraude electoral que encumbró al criminal Felipe Calderón, sacando al país del carril del contexto geopolítico internacional). Pero la energía moral y el idealismo cívico que inspiró como candidato no se trasladaron a su presidencia (de Obama). Tras asumir el cargo en plena crisis financiera, nombró a asesores económicos que habían promovido la desregulación de las finanzas durante la era Clinton. Alentado por ellos, rescató a los bancos bajo unas condiciones que los exoneraban de rendir cuentas por su conducta previa -justamente la que había desembocado en la crisis- y que ofrecían escasa ayuda a quienes habían perdido sus viviendas. Acallada así su voz moral, Obama se dedicó más a aplacar la ira popular contra Wall Street que a articularla. Esa indignación, causada por el rescate y persistente en el ambiente, ensombreció la presidencia de Obama y, en última instancia, alimentó un ánimo de protesta populista que se extendió a un extremo y otro del espectro político: a la izquierda, con fenómenos como el movimiento Occupy y la candidatura de Bernie Sanders, y a la derecha, con el movimiento del Tea Party y la elección de Trump (en México la llegada de Enrique Peña Nieto, con otro fraude orquestado por la cúpula empresarial y política, intentó consolidar el ideal neoliberal sin reparar en los cada vez más fuertes reclamos populares, imponiendo reformas que favorecían a las cúpulas y elites financieras y económicas de México.)

La revuelta populista en Estados Unidos, Gran Bretaña y Europa es una reacción negativa dirigida, en general, contra las élites, pero sus víctimas más visibles han sido los partidos políticos liberal-progresistas y de centroizquierda: el Partido Demócrata en Estados Unidos, el Partido Laborista en Gran Bretaña, el Partido Socialdemócrata (SPD) en Alemania (cuyo porcentaje de votos se hundió hasta un mínimo histórico en las elecciones federales de 2017), el Partido Demócrata en Italia (que obtuvo menos del 20 por ciento de los sufragios) y el Partido Socialista en Francia (cuyo candidato presidencial cosechó únicamente el 6 por ciento de los votos en la primera ronda de las elecciones de 2017). (en México el tsunami de votos, 32 millones de votos a favor de AMLO, hundieron a los partidos de derecha y centro izquierda e izquierda que firmaran el tristemente célebre Pacto por México, cuyos votos, ni siquiera sumados competían con los de Morena partido que ganó en 2018 las elecciones de forma clara y rotunda). Si (estos partidos) quieren tener alguna esperanza de volver a ganarse el apoyo popular, tales partidos necesitan reconsiderar su actual estilo de gobierno tecnocrático y orientado al mercado. También tienen que replantearse algo más sutil, pero no menos trascendental: las actitudes relativas al éxito y el fracaso que han acompañado a la desigualdad en aumento de las últimas décadas. Deben preguntarse por qué quienes no han prosperado en la economía neoliberal tienen la impresión de que los exitosos que lo han hecho, los desprecian."…continuará. (Sandel Michael J. "La tiranía del mérito". Traducción de Albino Santos Mosquera. Debate, 2020)


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