martes, 16 de marzo de 2021

               Política y verdad.

Por Rodrigo Sànchez Sosa

Ahora que ya casi comienzan  las campañas políticas en Sayula y que el golpeteo bajo, la guerra sucia y las acusaciones entre los candidatos prometen ser lo representativo, por estar en esta contienda una ex presidente municipal y un presidente con licencia, cuyos periodos son consecutivos; podemos vernos confundidos respecto de los argumentos y señalamientos de sus respectivos mandatos de gobierno tanto entre ellos como de otros candidatos. Querrán en estos argumentos, por legitimarse, habar de la verdad con respecto del contrario ¿La verdad en política…? ¿Qué es eso? ¿No es acaso la política una actividad que no puede prescindir de la mentira y el engaño? Habrá que analizar públicamente el asunto, la verdad en política. 

Como vemos, y partiendo de un hecho reciente e importante en política como lo fueron las


manifestaciones feministas de la semana pasada en el país, la simulación, la mentira y el engaño, aparecieron en estas manifestaciones logrando confundir a las personas: ¿Cómo es posible que se justifique la violencia y al mismo tiempo se proteste contra la violencia? Hay aquí una falta de correspondencia entre el hecho objetivo y el discurso al que apela, una falta obvia de verdad en un movimiento  que, de entrada, a todos nos parece legítimo, como lo es la lucha por los derechos de las mujeres en nuestra sociedad. Vemos qué dice al respecto el filósofo italiano Ganni Vattimo: 

"Si alguien me dice "sé hombre", en general quiere que haga algo que no quiero hacer: ir a la guerra, aceptar el sacrificio de mi interés y de mis a menudo legítimas expectativas de felicidad, etc. Como decía, una vez más, Wittgenstein, la filosofía nos libera así de los ídolos, y quizá sólo eso puede hacer, al menos según él. Sin embargo, junto a esta liberación de los autoritarismos que pretenden tener una base metafísica, la conciencia del carácter interpretativo de toda nuestra experiencia parece dejar un vacío. ¿Cómo se evita, de hecho, que se abra así el camino hacia una sociedad de la lucha de todos contra todos, del puro conflicto entre intereses opuestos? Más aún, ¿cómo justificaremos, desde un punto de vista hermenéutico, el sincero escándalo que nos provocan los (tantos) políticos que mienten? Si nos hacemos estas preguntas, intentando darles una respuesta honesta, deberemos reconocer la validez del discurso sobre la verdad como apertura contra la verdad como correspondencia. De esta última nos importa de veras sólo si "sirve" a una verdad diferente que nos parece más alta. No podemos aceptar las mentiras de Bush y Blair en el caso de la invasión a Irak, por ejemplo, porque fueron dichas con el fin de hacer una guerra con la que creemos que no podemos estar de acuerdo, que no tiene nada que ver con nosotros, que viola demasiados principios morales a los que adherimos. Es cierto que también estos principios morales nos parecen "verdaderos", pero no en el sentido "metafísico" de la palabra ni porque correspondan por su aspecto descriptivo a algún dato objetivo. ¿Qué significa, por ejemplo, rechazar la guerra porque los hombres son hermanos? ¿En verdad la hermandad humana es un dato con el cual deberemos concordar porque es un hecho? Si se piensa entonces en lo que hoy pesa, o trata de pesar, en política la pretensión de aplicar reglas y principios científicos -por ejemplo, en economía, la "ley de mercado"-se comprende cuán problemático resulta creer en el deber absoluto de la verdad. Debe repensarse toda la relación, incluso a partir del problema de Maquiavelo. Su error, al menos desde el punto de vista de una concepción no metafísica e ideológica de la verdad, no habría sido el de justificar la mentira sino el de confiar sólo al príncipe el derecho de decidir en qué casos la mentira se justifica. Digamos en pocas palabras que no tendríamos nada contra un "Maquiavelo democrático", aunque en muchos sentidos ésta es una contradicción de términos. Intentaré ser más claro. Puesto que la verdad es siempre un hecho interpretativo, el criterio supremo en el cual es posible inspirarse no es la correspondencia puntual del enunciado respecto de las "cosas", sino el consenso sobre los presupuestos de los que se parte para valorar dicha correspondencia. Nadie dice nunca toda la verdad, sólo la verdad y nada más que la verdad. Cualquier enunciado supone una elección de lo que nos resulta relevante, y esta elección nunca es "desinteresada"; incluso los científicos, que se esfuerzan por dejar de lado en su trabajo las preferencias, las inclinaciones y los intereses particulares, buscan la "objetividad" para llegar a alcanzar resultados que puedan repetirse y así ser utilizados en el futuro. Quizá sólo buscan ganar el premio Nobel, y también éste es un interés. La conclusión a la que quiero llegar es que la verdad como absoluta, correspondencia objetiva, entendida como última instancia y valor de base, es un peligro más que un valor. Conduce a la república de los filósofos, los expertos y los técnicos, y, al límite, al Estado ético, que pretende poder decidir cuál es el verdadero bien de los ciudadanos, incluso contra su opinión y sus preferencias. Allí donde la política busca la verdad no puede haber democracia. Sin embargo, si se piensa la verdad en los términos hermenéuticos que muchos filósofos del siglo XX han propuesto, la verdad de la política deberá buscarse sobre todo en la construcción de un consenso y de una amistad civil que hagan posible la verdad también en el sentido descriptivo del término. Las épocas en las que se creyó que la política podía basarse en la verdad fueron épocas de gran cohesión social, de tradiciones compartidas, pero también, en muchos casos, de disciplina autoritaria impuesta desde arriba. Un ejemplo, incluso admirable, es la época barroca: por una parte, un amplio conformismo asegurado por la autoridad absoluta de los reyes y, por otra, un maquiavelismo explícitamente teorizado. La política "moderna", la que hemos heredado de la Europa de los tratados de Westfalia, en el fondo aún es ésa. Hasta en los casos cada vez más numerosos de corrupción administrativa (aquí pienso en la Italia de "Manos limpias"), los políticos han reivindicado, en los tribunales, el derecho a mentir (y robar, corromper, etc.) en nombre del interés "general". Robaban no para ellos mismos sino para el partido y, por lo tanto, para el funcionamiento de la democracia, que cada vez cuesta más. Por muchas razones relacionadas con el desarrollo de las comunicaciones, con la prensa y con el propio mercado de la información, la política "moderna" en este sentido ya no rige. Se hace cada vez más evidente la contradicción entre el valor de la verdad "objetiva" y la conciencia de que aquello que llamamos realidad es un juego de interpretaciones en conflicto. Tal conflicto no puede ser vencido por la pretensión de llegar a la verdad de las cosas, ya que ésta resultará siempre diferente, hasta tanto no se haya constituido un horizonte común, vale decir, el consenso en torno a aquellos criterios implícitos de los que depende toda verificación de proposiciones singulares. Sé bien que ésta no es una solución a la cuestión, sino sólo el planteamiento del problema. Una frase de san Pablo (Carta a los efesios, 4, 15-16) dice así: "verita-tem facientes in caritate" (hablar la verdad en la caridad).  Ésta nos lleva de un salto más allá de la cuestión de la objetividad: ¿qué significaría hacer la verdad si ésta fuera la correspondencia del enunciado respecto del "dato"? La alusión a la caridad aquí no está de más. El conflicto de las interpretaciones, del cual la democracia no puede prescindir si no quiere convertirse en dictadura autoritaria de los expertos, los filósofos, los sabios, los comités centrales, no se supera sólo explicitando los intereses que mueven las diferentes interpretaciones, como si fuera posible hallar una verdad profunda (la primera escena, el trauma infantil, el ser verdadero antes de los enmascaramientos) sobre la cual después todos concordemos. Todo esto, que es el mejor resultado de la "escuela de la sospecha" (la teoría de la conspiración), la crítica a las pretensiones de verdad absoluta, requiere de un amplio horizonte de amistad civil, de un consenso "comunitario", -por más sospechoso que pueda resultar el término-, que no dependa de lo verdadero y lo falso de los enunciados. Repito: ésta no es la solución al problema, sino sólo un modo de plantearlo de forma explícita, evitando así al menos la hipocresía de la política "moderna" que nunca ha  puesto en discusión la noción de verdad como correspondencia y, sin embargo, siempre ha admitido que el político puede mentir "por el bien del Estado" (o del partido, o de la clase, o de la patria). Esa hipocresía debe ser condenada, no porque admite la mentira violando el valor "absoluto" de la verdad como correspondencia, sino porque viola el vínculo social con el otro, podríamos decir que va contra la igualdad y la caridad, o contra la libertad de todos." (Vattimo, Ganni. "Adios a la Verdad")


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