martes, 20 de octubre de 2020

         Política y honestidad, honestidad y verdad.

Por Rodrigo Sànchez Sosa

En el establecimiento de la verdad olvidamos que, si se deja a los gobernantes y los dioses esta, no se actualiza, no es una verdad del aquí y el ahora. Es necesario el testimonio del testigo, el que ve el hecho para determinarla. Daniel Carrión el Edipo de Sayula, establece como verdad su honestidad, no jura ante Dios, ni tampoco apela a un testigo, es su dicho ¿Por qué digo lo anterior? Por los pendones con la imagen de nuestro presidente municipal, que cuelgan en todo el municipio; pero, revisemos la historia del testimonio, la verdad, la justicia y la política en la historia del procedimiento judicial en occidente: 


El primer testimonio de la investigación de la verdad en el procedimiento judicial griego con que contamos se remonta a la Ilíada. Se trata de la historia de la disputa de Antíloco y Menelao durante los juegos  que se realizaron con ocasión de la muerte de Patroclo. En aquellos juegos hubo una carrera de carros que, como de costumbre, se desarrollaba en un circuito con ida y vuelta, pasando por una baliza que debía rodearse tratando de que los carros pasaran lo más cerca posible. Los organizadores de los juegos habían colocado en este sitio a alguien que se hacía responsable de la regularidad de la carrera. Homero llama a este personaje, sin nombrarlo personalmente, testigo, aquel que está allí para ver. La carrera comienza y los dos primeros competidores que se colocan al frente a la altura de la curva son Antíloco y Menelao. Se produce una irregularidad y cuando Antíloco llega primero Menelao eleva una queja y dice al juez o al jurado que ha de dar el premio que Antíloco ha cometido una irregularidad… Curiosamente, en este texto de Homero no se apela a quien observó el hecho, el famoso testigo que estaba junto a la baliza y que debía atestiguar qué había ocurrido. Su testimonio no se cita y no se le hace pregunta alguna. Solamente se plantea la querella entre los adversarios Menelao y Antíloco, de la siguiente manera: después de la acusación de Menelao -"tú cometiste una irregularidad"- y de la defensa de Antíloco -"yo no cometí irregularidad"- Menelao lanza un desafío: "Pon tu mano derecha sobre la cabeza de tu caballo; sujeta con la mano izquierda tu  fusta y jura ante Zeus que no cometiste irregularidad". En ese instante, Antíloco no jura y reconoce así que cometió irregularidad. 

 Esta es la vieja y bastante arcaica práctica de la prueba de la verdad en la que ésta no se establece judicialmente por medio de una comprobación, un testigo, una indagación o una inquisición, sino por un juego de prueba. Es evidente que, cuando Edipo y toda la ciudad de Tebas buscan la verdad sobre la peste no es éste el modelo que utilizan…. Edipo, al enterarse de que la peste que asola a Tebas era la consecuencia de una maldición de los dioses caída como castigo por la falta y el asesinato, responde diciendo que se compromete a enviar al exilio al autor del crimen sin saber, naturalmente, que es él mismo quien lo había cometido… Edipo manda consultar al dios de Delfos, Apolo. Cuando examinamos en detalle la respuesta de Apolo observamos que se da en dos partes. Apolo comienza diciendo: "El país está amenazado por una maldición". A esta primera respuesta le falta, en cierta forma, una mitad: "Pesa una maldición, ¿pero quién fue el causante?" Por consiguiente es preciso formular una segunda pregunta y Edipo, fuerza a Creonte (el intermediario) a dar la segunda respuesta, preguntándole a qué se debe la maldición. La segunda mitad aparece: la causa de ésta es un asesinato. Pero quien dice asesinato dice dos cosas: quién fue asesinado y quién es el asesino. Se pregunta a Apolo: "¿Quién fue asesinado?". La respuesta es: Layo, el rey. Se pregunta: "¿Quién cometió el asesinato?". Entonces es cuando Apolo se niega a responder, lo cual suscita el comentario de Edipo: no se puede forzar la respuesta de los dioses. Falta, pues, una mitad. La maldición corresponde a una mitad del asesinato, siendo ésta sólo la primera: "quién fue asesinado"; falta pues la segunda: el nombre del asesino.  Para saber el nombre del asesino será preciso apelar a alguna cosa, a alguien, ya que no se puede forzar la voluntad de los dioses. Esta figura a la que se apela  es el doble humano, la sombra mortal de Apolo, el adivino Tiresias quien, como Apolo, es divino. Tiresias está muy cerca de Apolo; pero es perecedero mientras que Apolo es inmortal. Por otra parte Tiresias es ciego, está sumergido en la noche, mientras que Apolo es el dios del Sol: es la mitad de sombra de la verdad divina, el doble que el dios-luz proyecta sobre la superficie de la tierra. Se interrogará entonces a esta mitad, y Tiresias responderá a Edipo diciendo: "Fuiste tú quien mató a Layo"… todo está dicho y representado. Se posee ya la verdad puesto que Edipo es efectivamente designado por el conjunto constituido por las respuestas de Apolo y Tiresias. El juego de las mitades está completo: maldición, asesinato, quién fue muerto, quién mató. Aquí está todo, pero colocado en una forma muy particular, como una profecía, una predicción, una prescripción. El adivino Tiresias no dice exactamente a Edipo: "Fuiste tú quien mató"; dice: "Prometiste que desterrarías a aquél que hubiese matado; ordeno que cumplas tu voto y te destierres a ti mismo."…   Tenemos toda la verdad, pero en la forma prescriptiva y profética que es característica del oráculo y el adivino. En esta verdad que es, de algún modo, completa y total, en la que todo ha sido dicho, falta algo que es la dimensión del presente, la actualidad, la designación de alguien. Falta el testigo de lo que realmente ha ocurrido.   La segunda mitad de esta prescripción y previsión, pasado y presente, se da en el resto de la obra y también por un extraño juego de mitades. En principio es preciso establecer quién mató a Layo, lo cual se obtiene en el discurrir de la pieza por el acoplamiento de dos testimonios. El primero lo da inadvertidamente y espontáneamente Yocasta su esposa, al decir: "Ves bien, Edipo, que no has sido tú quien mató a Layo, contrariamente a lo que dice el adivino. La mejor prueba de esto es que Layo fue muerto por varios hombres en la encrucijada de tres caminos." Edipo contestará a este testimonio con una inquietud que ya es casi una certeza. "Matar a un hombre en la encrucijada de tres caminos es exactamente lo que yo hice; recuerdo que al llegar a Tebas dí muerte a alguien en un sitio parecido." Así, por el juego de estas dos mitades que se completan, el recuerdo de Yocasta y el de Edipo, tenemos esta verdad casi completa, la del asesinato de Layo. Y decimos que es casi completa porque falta aún un pequeño fragmento: saber si fue muerto por uno o varios individuos.  Pero esto es sólo la mitad de la historia de Edipo, pues Edipo no es únicamente aquél que mató al rey Layo, es también quien mató a su propio padre y se casó luego con su madre. Esta segunda mitad de la historia falta incluso después del acoplamiento de los testimonios de Yocasta y Edipo. Falta precisamente lo que les da una especie de esperanza, pues el dios predijo que Layo no habría de morir en manos de un hombre cualquiera sino de su propio hijo. Por lo tanto, mientras no se pruebe que Edipo es hijo de Layo, la predicción no estará realizada. Esta segunda mitad es necesaria para que pueda establecerse la totalidad de la predicción, por medio del acoplamiento de dos testimonios diferentes. Uno será el del esclavo que viene de Corinto para anunciar a Edipo la muerte de Polibio. Edipo, que no llora la muerte de su padre, se alegra diciendo: "¡Ah, al menos no he sido yo quien lo mató, contrariamente a lo, que dice la predicción!". Y el esclavo replica: "Polibio no era tu padre". Tenemos así un nuevo elemento: Edipo no es hijo de Polibio. Interviene el último esclavo, que había huido después del drama escondiéndose en las profundidades del Citerón. Se trata de un pastor de ovejas que había guardado consigo la verdad y que ahora es llamado para ser interrogado acerca de lo ocurrido. Dice el pastor: "En efecto, hace tiempo, dí a este mensajero un niño que venía del palacio de Yocasta y que, según me dijeron, era su hijo". El ciclo está ahora completo. Sabemos que Edipo era hijo de Layo y Yocasta; que le fue entregado a Polibio; que fue él, creyendo ser hijo de Polibio y regresando para escapar de la profecía, a Tebas -Edipo no sabía que era su patria- quien mató en la encrucijada de tres caminos al rey Layo, su verdadero padre. El ciclo está cerrado… Es como si toda esta larga y compleja historia del niño que es al mismo tiempo un exiliado debido a la profecía y un fugitivo de la misma profecía, hubiese sido partida en dos e inmediatamente vueltas a partir en dos cada una de sus partes, y todos esos fragmentos repartidos en distintas manos. Fue preciso que se reunieran el dios y su profeta, Yocasta y Edipo, el esclavo de Corinto y el de Citerón para que todas estas mitades y mitades llegasen a ajustarse unas a otras...El resultado es curioso: lo que se decía en forma de profecía al comienzo de la obra reaparecerá en forma de testimonio en boca de los dos pastores. Y así como la obra pasa de los dioses a los esclavos, los mecanismos enunciativos de la verdad o la forma en que la verdad se enuncia cambian igualmente. Cuando hablan el dios y el adivino, la verdad se formula en forma de prescripción y profecía, como la mirada eterna y todopoderosa del dios Sol, como la del adivino que, aún siendo ciego, es capaz de ver el pasado, el presente y el futuro. Es precisamente esta especie de mirada mágico-religiosa la que, en el comienzo de la obra, hace brillar una verdad que ni Edipo ni el coro quieren creer. La mirada aparece también en el nivel más bajo, ya que, si dos esclavos pueden dar testimonio de lo que han visto, ello ocurre precisamente porque han visto. Uno de ellos vio cómo Yocasta le entregaba un niño y le ordenaba que lo llevase al bosque y lo abandonase. El otro vio al niño en un bosque, vio cómo su compañero esclavo le entregaba este niño y recuerda haberlo llevado al palacio de Polibio. Una vez más se trata de la mirada, pero ya no de aquella mirada eterna, iluminadora, fulgurante del dios y su adivino, ahora es la mirada de personas que ven y recuerdan haber visto con sus ojos humanos: es la mirada del testimonio. (La verdad y las  formas jurídicas, Michel Foucault) 

 


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