jueves, 20 de enero de 2011


La tierra de los fantasmas

Poesía para oídos pequeños

Lizeth Sevilla

Yo no sabía que se puede ser bailarina
siendo esqueleto.
Que uno puede ser viento estando tierra.
Que puede uno desgastarse y agonizar a ratos.
Que muerta podía recordar
la juntura del presente con el pasado.

Leticia Cortés

Uno piensa en la poesía como un asunto que sólo le compete a un rubro especifico de la sociedad, es decir, no enseñan imágenes de un lector que se dedica a las artes, que pinta, que escribe, que compone. Dejamos estos asuntos para los desocupados, para los que van por el mundo sin responsabilidades redituables por un sistema neoliberalista. Y es tal el conflicto que las escuelas se lo toman en serio. Asesinan paulatinamente el gusto por la poesía con sus concursos bizarros de declamación en los que una maestra o maestro carismático les dice cómo mover las manos y cómo alzar la voz para enunciar un verso de Sor Juana Inés de la Cruz o de Gabriela Mistral… es lo único que saben leer y lo único que desgraciadamente enseñan. Hacen de este acto sublime una cuestión tediosa. Una plana del verso Hombres necios que acusáis a la mujer sin razón para que comprendan el trasfondo, confunden la oratoria, la declamación con la exquisita interpretación y goce de los versos.
En tanto, designan poesía por edades y grupos; los niños -dicen- no pueden leer versos de una Leticia Cortés o de Patricia Medina porque no los comprenden. Que banalidad, es preciso decir que como adultos no comprendemos la palabra por pereza, por miedo a encontrarnos imágenes que convoquen algún aspecto reprimido de nuestra existencia y lo extendemos a todas las trincheras de nuestras vidas, incluyendo a los niños, a los oídos pequeños.
Recientemente me encontré con la interrogante de cómo hacer parte a los niños de lecturas consideradas simplemente para adultos, con el argumento de que hay líneas que por la madurez un niño no comprendería. La moral dijo que los niños no pueden leer un poema en el que se explique la necedad del Ser frente a otro ente que se ha ido; el existencialismo y molestia que se ofrece en algunas líneas cuando se ha perdido todo y sólo queda el recuerdo, la fila de fantasmas que se presentan momentáneamente un Lunes cualquiera, un Martes desganado.
Ponemos a los niños a leer irremediablemente textos de Harry Potter asumiendo que su madurez alcanza hasta este nivel de ensueño. Si fuera así, dejaríamos que revisaran textos de Gabriel García Márquez algunos cuentos de Mario Benedetti. Pero cuando se trata de poesía, simplemente cerramos el caso sin motivo alguno, sólo la desgana, la ignorancia y el miedo a la novedad.
Dejar que los niños lean un verso de Mario Z Puglisi representaría dejarlos que comprendan qué ocurre a su cuerpo mientras van creciendo, porqué se abultan los senos, porqué despiertan de pronto con una humedad inexplicable entre las sábanas o cómo es que vienen los niños al mundo y en qué esquina o qué bar se conocieron sus padres. Preferimos hablarles de la semilla en el vientre de la madre, del amor misterioso entre dos personas, de un ritual de cortejo en el que sólo ellos pueden decidir con qué mujer compartir un instante diminuto de sus vidas: simplemente se trata de conocerse a sí mismos en tanto se está con el otro.
Así es la poesía; un mal lector tenderá a asustarse cuando se encuentre con un texto que haga alusión a los menesteres de la vida (sexo, pareja, pieles, dolor) y uno que otro misterio de la muerte; y la salida que seguramente propondrá será etiquetar todo tipo de lecturas, como inmorales, imprudentes; generalizando su ignorancia a todos los terrenos posibles.
Que nadie venga con sus títulos de ninguna Normal Superior, de ninguna Universidad, de ningún Diplomado, a asesinar el gusto puro de la lectura de poesía a ningún niño; que nadie venga con sus cincuenta años de moral a clasificar qué si se lee y cómo se debe leer. Si paulatinamente estamos resolviendo ese problema de lectores, no castremos a los niños y jóvenes con lecturas del quinto patio, cuando la realidad clama mejores seres humanos, que las artes forman por antonomasia. No hay lecturas específicas para edades específicas. Hay quienes leen más que otros y por lo tanto comprenden el universo de las letras sin ningún problema. La palabra no castra, propone.

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