martes, 2 de junio de 2020

Política y verdad; arqueología de la locura en el poder. 
Por Rodrigo Sànchez Sosa
En la normalidad pasada - donde el ideal dictaba dogmáticamente que si no se producía trabajando, no se era nadie, y donde los gobernantes eran administradores de la oligarquía, productores de corrupción en México -  la capacidad de un político se media en relación a su conocimiento, del "saber" cómo gobernar. Incluso hay una carrera universitaria así llamada, ciencias políticas. Disciplina intelectual en la cual tienen una licenciatura el actual presidente de la república; también, en la tradición política mexicana, los abogados eran bien vistos como políticos capaces por su conocimientos de la ley, como nuestro presidente municipal. Los ingenieros eran menos comunes, como nuestro gobernador, pero en si todos ellos, a excepción del primero, lejos estaban y están de ver la política como una vocación. Para la sabiduría clásica, no bastaba saber para llegar a la verdad y solo entonces ejercer el poder, había que ser trasformado por ese conocimiento. Conocer -peor si el conocer sólo es simulación o pura pretensión -  no implica trasforma la realidad, hay que estar convencido de sí mismo y tener el valor de oponerse a los conservadores que verán todo intento de trasformación como una locura, sobra decir que también como agravio, y las nuevas ideas como peligrosas (¿le suena?). Cuando uno es trasformado por el conocimiento se vacuna contra la corrupción que ejercer el poder, para eso hay que ocuparse de uno mismo: estar "loco" para los demás, y ser valiente para enfrentar eso; pero sobre todo, ser trasformado por la verdad, no ser más de lo mismo, se diría hoy. Dice Foucault y luego Nietzsche:
(en la Grecia antigua)…si exceptuamos a Aristóteles, para quien la espiritualidad no jugaba un papel muy importante, la cuestión filosófica fundamental, interpretada en tanto que cuestión de espiritualidad, era la siguiente: ¿qué transformaciones son necesarias en el propio ser del sujeto para tener acceso a la verdad? Muchos siglos más tarde, el día en el que se pasa a postular que el conocimiento es la única vía de acceso a la verdad (con el cartesianismo), el pensamiento y la historia de la verdad entran en la modernidad. Dicho de otro modo, me parece que la Edad Moderna de la historia de la verdad comienza a partir del momento en el que lo que permite acceder a lo verdadero es el conocimiento y únicamente el conocimiento, es decir, a partir del momento en el que el filósofo o el científico, o simplemente aquel que busca la verdad, es capaz de reconocer el conocimiento en sí mismo a través exclusivamente de sus actos de conocimiento, sin que para ello se le pida nada más, sin que su ser de sujeto tenga que ser modificado o alterado. A partir de este momento preciso se puede decir que el sujeto es de tal naturaleza que es capaz de llegar a la verdad siempre y cuando concurran aquellas condiciones intrínsecas al conocimiento y extrínsecas al individuo que se lo permitan. A partir del momento en el que el ser deja de ser cuestionado en virtud de la necesidad de tener acceso a la verdad, se entra en otra etapa de la historia de las relaciones existentes entre subjetividad y verdad. En la época moderna la verdad ya no puede salvar al sujeto. El saber se acumula en un proceso social objetivo. El sujeto actúa sobre la verdad, pero la verdad ha dejado de actuar sobre el sujeto. El vínculo entre el acceso a la verdad -convertido en desarrollo autónomo del conocimiento- y la exigencia de una transformación del sujeto y del ser del sujeto por el propio sujeto se ha visto definitivamente roto. No hay que buscar la ruptura en la ciencia sino en la teología. No se trata de un conflicto entre la espiritualidad y la ciencia, sino entre la espiritualidad y la fe/teología. Incluso en Espinosa, Kant, Hegel, Schopenhauer y Nietzsche encontramos todavía los rastros de la estructura de esta espiritualidad atravesada por la cuestión de ¿cómo tiene que transformarse el sujeto para abrirse un camino hacia la verdad? (Michel Foucault)
Nietzsche:
Si pese al formidable yugo de la moral de las costumbres bajo el que han vivido todas las sociedades humanas; si durante miles de años antes de nuestra era, e incluso en el transcurso de ésta hasta la actualidad (y téngase en cuenta que vivimos en un pequeño mundo excepcional y, en cierto sentido, en la peor de las zonas), las ideas nuevas y divergentes, y los instintos opuestos han resurgido siempre, ello se ha debido a que se hallaban protegidos por un terrible salvoconducto: casi siempre ha sido la locura la que ha abierto el camino a las nuevas ideas, la que ha roto la barrera de una costumbre o de una superstición venerada.
¿Comprendemos por qué ha sido necesaria la ayuda de la locura; esto es, de algo tan terrorífico e indefinible, en la voz y en los gestos, como los demoníacos caprichos de la tempestad y del mar; de algo que fuese a un tiempo digno de miedo y de respeto; de algo que, como las convulsiones y los espumarajos del epiléptico, llevara el sello visible de una manifestación totalmente involuntaria; de algo que pareciera que imprimía al enajenado la marca de una divinidad, de la que él sería la máscara y el portavoz; de algo que infundiese incluso al promotor de la nueva idea veneración y miedo de sí mismo, en lugar de remordimiento y le impulsara a ser el profeta y el mártir de dicha idea? Aunque hoy se nos esté constantemente diciendo que el genio tiene un grado más de locura que de sentido común, los hombres de otros tiempos se acercaban mucho más a la idea de que en la locura hay algo de genio y de sabiduría, algo de divino, como se decía en voz baja. A veces esta idea se expresaba a las claras. "Lo que más beneficios ha deparado a Grecia ha sido la locura", decía Platón, acorde con toda la humanidad antigua. Demos un paso más y veremos que todos los hombres supremos impulsados a romper el yugo de una moral cualquiera y a proclamar nuevas leyes, si no estaban realmente locos, se sintieron forzados a fingirlo o se volvieron verdaderamente.  Lo mismo les ha sucedido a los innovadores en cualquier ámbito, y no sólo en el terreno sacerdotal y político. Incluso los innovadores de la métrica poética se vieron forzados a acreditarse por medio de la locura. 
¿Cómo volverse loco cuando no se está ni se tiene la valentía de aparentarlo? Casi todos los grandes hombres de la civilización antigua se han hecho esta pregunta, y se ha conservado una doctrina secreta, compuesta de artificios y reglas para lograr este fin, a la vez que se mantenía el convencimiento de que semejante intención y semejante ensueño eran algo inocente e incluso santo. Las fórmulas para llegar a ser médico entre los indios americanos, santo entre los cristianos de la Edad Media, anguecoque (curandero) entre los groenlandeses, paje entre los brasileños, son, en sus preceptos generales, las mismas: ayunos continuos, abstinencia sexual constante, retirarse al desierto o a un monte, o incluso encaramarse a lo alto de una columna, o "vivir junto a un viejo sauce a orillas de un lago", y, sobre todo, el mandato de no pensar más que en lo que pueda provocar el rapto y la perturbación del espíritu.  Pero, dice Nietzsche ¿Quién es capaz de fijar los ojos en el infierno de angustias morales -las más amargas e inútiles que se han podido dar- en el que se consumen probablemente los hombres más fecundos de todas las épocas? ¿Quién tendría valor para escuchar los suspiros de los solitarios y de los extraviados?: "¡Concededme, Dios mío, la locura, para que llegue a creer en mí! ¡Mándame delirios y convulsiones, momentos de lucidez y de oscuridad repentinas! ¡Asústame con escalofríos y ardores tales que ningún mortal los haya sentido jamás! ¡Rodéame de estrépitos y de fantasmas! ¡Déjame aullar, gemir y arrastrarme como un animal, si de ese modo puedo llegar a tener fe en mí mismo! La duda me devora. He matado la ley, y ésta me inspira ahora el mismo horror que a los seres vivos un cadáver. Si no consigo situarme por encima de la ley, seré el más réprobo de los réprobos. ¿De dónde viene si no de ti este espíritu nuevo que late en mi interior? ¡Demostradme que os pertenezco, poderes divinos! ¡Sólo la locura me lo puede prueba!  Este fervor conseguía muchas veces su objetivo: En la época en que el cristianismo resultó ser más fecundo y ello se tradujo en una proliferación de santos y anacoretas, existieron en Jerusalén grandes "manicomios" para atender a los santos fracasados, a aquéllos que habían sacrificado hasta el último vestigio de su razón.
Michel Foucault
El ocuparse de uno mismo (antes que de los demás, de la guerra o la política) que en griego antiguo se decía a manera de concepto filosófico: épiméleia, se puede distinguir en tres fases históricas:
l. El momento socrático-platónico que representa la aparición de la épiméleia en la filosofía.
2. La edad de oro del cuidado de uno mismo o de la cultura de sí mismo (siglos I y II)
3. El paso de la ascesis filosófica pagana al ascetismo cristiano (siglos IV y V).
En la primera fase, el ocuparse de uno mismo equivalía a la afirmación de una forma de existencia ligada a un privilegio político: si delegamos en otros todos los quehaceres materiales es para poder ocuparnos de nosotros mismos. El privilegio social, el privilegio político, el privilegio económico de este grupo solidario de aristócratas espartanos se manifestaba bajo la forma de tenemos que ocuparnos de nosotros mismos, y para poder hacerlo necesitamos confiar nuestros trabajos a los otros… La necesidad del cuidado de uno mismo, la necesidad de ocuparse de uno mismo, está ligada al ejercicio del poder. Dicha necesidad es una consecuencia de una situación estatutaria de poder; existe por tanto el paso del estatuto al poder. Ocuparse de uno mismo es algo que viene exigido y a la vez se deduce de la voluntad de ejercer un poder político sobre los otros. No se puede gobernar a los demás, no se pueden transformar los propios privilegios en acción política sobre los otros, en acción racional, si uno no se ha ocupado de sí mismo. La preocupación por uno mismo se sitúa entre el privilegio y la acción política; tal es el punto crucial en el que surge la propia categoría de épiméleia. (Michel Foucault)

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