jueves, 30 de septiembre de 2010


La tierra de los fantasmas

Lizeth Sevilla


“Se llamaba López Cotilla”

-Pero ¿usted no piensa sus cuadros?
-Antes los pensaba mucho, los construía como se construye una casa.
Pero esa escena no: sentía que debía pintarla así, sin saber bien por qué.

El Tunel. Ernesto Sábato.

A Elba, Isela, Mago y claro, el señor del Ajedrez.


El se daba cuenta que cosa marcaba la diferencia por el barrio, era el vagabundo de la cuadra y la única persona que ponía atención a cada detalle y cada cambio en el orden de las familias que cohabitaban el lugar. Por esos rumbos nunca pasaba nada, todo era silencio y orden. Diariamente a las ocho de la mañana salían las madres aún en pijama a llevar a los niños al colegio, después saltaban de sus guaridas los universitarios, la calle se quedaba muerta hasta la tarde, cuando regresaba todo mundo a comer y dar la siesta.
Él sabía qué personas vivían en qué casas, si eran ricos, pobres, si el esposo se acostaba con la vecina, si algún universitario no era de la ciudad, si alguien era músico o fumaba mota.
Era un hombre sabio, un hombre de física y matemáticas, que había trabajado para el gobierno, en asuntos secretos, pero simplemente se harto de tanta regla y tanto delirio de persecución, que decidió refugiarse en ese pueblo de ilustres, en el que nadie, nadie le hacía caso. Todas las tardes, cuando las personas de la calle tomaban la siesta, él salía a revisar los basureros, les peleaba a los gatos y a los perros las sobras de la comida, buscaba colillas de cigarros o algún artefacto en buen estado, siempre era acompañado de su perro callejero el sultán, un labrador flaco que había sido abandonado por la señora de la esquina porque se comía los huevos con los que hacia pan.
Pero había una casa de la que nunca había podido tener el control; la casa 79 no mantenía por más de tres meses a sus inquilinos, la mayoría universitarios, no se sabía cuántas mujeres vivían, cuantas parejas o cuántos niños, esa casa tenía la apariencia de una guarida de secretos irrevocables.
Una tarde entró y descubrió que en el primer cuarto vivía una joven pequeña que hacía arte con recortes de revistas, ponía su música electrónica y se fugaba de la realidad. En el segundo cuarto, vivía una pareja que hacía alegorías al tiempo viendo películas en su equipo carísimo de televisión, acompañados de un ejército de gatos cuyos nombres sobrepasaban el límite de la imaginación.
El tercer cuarto encerraba un misterio ensordecedor; era una mujer que escribía novelas en la pared y guardaba gemidos en una lata de café y un hombre, que además de fabricar sueños le ganaba diariamente una partida de ajedrez al mismísimo Diablo. Su relación no era ficticia, en algún momento del día perecían, pero como seres nocturnos, se reencontraban en los recovecos de su habitación diminuta.
El último cuarto tenía aroma a café, a tinta, a tela y creatividad; vivían dos mujeres de diferentes latitudes, una, zurcía y zurcía con su máquina de coser las telas que le daban color a su mundo, a su realidad; diseñaba cielos, montañas, amaneceres vivos y en movimiento, le ponía tonos a la tarde con una que otra tela, usaba los botones para completar las estrellas de su firmamento. La otra mujer volaba y de vez en cuando amanecía agitando fuertemente aquél par de alas en busca de nuevos rostros, de nuevas almas, de países lejanos que le dieran sentido de pertenencia. Era una sirena viuda de mar que un día decidió poblar la tierra.
La imagen fue insoportable para el vagabundo, salió inmediatamente de ahí confundido, nostálgico. Él sabía que en algún momento del día estos seres se destruirían y cada uno buscaría una calle en la cual refugiarse, un basurero del cuál alimentar sus nórdicas ilusiones, o de lo contrario, un pedazo de realidad qué modificar a su gusto. Y así fue.
La mujer de las alas decidió un día poblar el cielo, hacerse gaseosa, fugarse en la gracia del viento; las telas, las pinturas y el olor a café buscaron otros recovecos y continuaron creando sin descanso alguno, se erguieron pasarelas en su nombre y le construyó realidades de satín a diversos cuerpos. La pareja de los gatos aumentaron el número de horas que tiene un día, se amaron bajo las películas de Tarantino y abrieron sus puertas a los felinos callejeros que decidieran afiliarse a su partido.
Finalmente, las novelas aquéllas terminaron en un jaque mate. Se derrumbaron las paredes con su tinta, se escaparon los gemidos del frasco de café y aquél hombre se dedicó a vender de pueblo en pueblo los sueños que construyó.
Se llamaba López Cotilla, él era un vagabundo diferente, tenía un labrador que se comía los huevos de la señora de la esquina, que hacía pan. Vendía novelas en trozos de piedra que sacaba del tercer cuarto de la casa número 79.

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