miércoles, 17 de junio de 2020

El General Lázaro Cárdenas y Sayula
Reportaje de Investigación de  Rodrigo Sánchez Sosa, Cronista de Sayula 

Los periodos presidenciales de Lázaro Cárdenas y Manuel Ávila Camacho, fueron para Sayula de provecho, el primero por las amistades cosechadas por su hermano José Raymundo, quien fungió como encargado de la Oficina Federal de Hacienda en esta población y el parentesco político que su hermano Alberto adquirió también aquí. Gracias a esas influencias dicha oficina de hacienda y la sede del Regimiento que en 1932 habían sido llevadas a Ciudad Guzmán, regresaron a Sayula en 1935. (Federico Munguía C.)
Lázaro Cárdenas, marcará la historia de Sayula de forma especial, sus hermanos fueron parte de la sociedad local y emparentaron incluso con familias locales, uno de sus compañeros de armas sería puesto al frente de la guarnición militar de la región con sede en Sayula y su influencia en el poder político local se prolongaría hasta el sexenio de Carlos Salinas de Gortari. El General Marcelino García Barragán, que sería también gobernador del estado, tuvo su casa familiar en Sayula y sus hijos crecieron aquí. El cardenismo es una constante en la vida del municipio y la región que no se puede ignorar ¿Quién fue el general Cárdenas?
"Desde 1913 en que se lanzó a la Revolución hasta 1970, año de su muerte, Lázaro Cárdenas no dejó un momento de servir a México. Estos 58 años se dividen en tres etapas claramente definidas: la del soldado y el funcionario, desde 1913 hasta 1934; la central, la más brillante, que comprende su sexenio en la presidencia, y los 30 años finales en que vuelve a las armas -segunda Guerra Mundial- e inicia, en condiciones dramáticas, el retorno al pueblo del que ha nacido…Cárdenas era ante todo un hombre político. Por primera vez en nuestra historia no fue un liberal ni un populista, sino un presidente empeñado en borrar la desigualdad mexicana mediante una audaz reforma agraria y una política obrera que hizo de los trabajadores la punta de lanza de la Revolución triunfante. Se empeñó en devolverle a México sus riquezas naturales enajenadas, enfrentándose al imperialismo norteamericano y a la burguesía agraria e industrial dependiente de los mercados extranjeros... En su época se le acusó de comunista, y ahora los jóvenes historiadores lo acusan precisamente por no haberlo sido y le cuelgan las etiquetas de populista, de bonapartista e incluso de fascista. Cárdenas no logrará ser entendido fuera del marco de la Revolución Mexicana. Ejecutor de la siempre diferida Constitución de 1917, demostró que era posible cambiar el curso de la historia ocupándose ante todo de la enorme masa marginada de los indios, de los campesinos y de los obreros, pero un país como el nuestro no puede cambiar radicalmente en seis años. Alejándose de los ejemplos de Carranza, de Obregón y de Calles, obsesos del poder, rehusó la nada remota posibilidad de reelegirse, y, cuando.
En 1940, a causa de la segunda Guerra Mundial y del llamado a la unidad nacional, recomienza la etapa del populismo de la que no hemos salido. El gobierno, sin dejar su papel de rector de la vida económica, social y política de la nación, optó por el camino de la industrialización y el desarrollo capitalista. Se creyó, equivocadamente, que estos supuestos resolverían los eternos problemas de México. Ya en los años sesentas se advirtieron dos fenómenos inquietantes. El campo en manos de los neolatifundistas -alquiladores de tierras ejidales, falsos pequeños propietarios, monopolistas de insumos, de maquinaria, de mercados, y por supuesto las transnacionales- descuidó los alimentos básicos y se reveló incapaz de proporcionar el trabajo que debían generar los ejidos colectivos del general Cárdenas. Entretanto, las masas campesinas crecieron desmesuradamente y emigraron a las ciudades en busca de empleo, pero tampoco aquí la industria de transformación logró absorberlas y surgieron millones de desempleados o de subempleados en el campo y en las ciudades mientras el 1 % de la población usufructuaba el 40 % del producto nacional bruto. Curiosas simetrías de la historia. En 1910 después de treinta años de porfirismo estalló su fracaso, y en 1970, al cabo de otros treinta años, se hizo patente la ruina del modelo populista. Habíamos fracasado nuevamente en el orden político, en el orden social y en el orden económico. La necesidad de crear una infraestructura de la que se aprovechó la nueva clase industrial y neolatifundista nos obligó a endeudamos y se acrecentó nuestra dependencia de los Estados Unidos. Cárdenas contempló impotente la destrucción de su obra, aunque no permaneció inactivo. Como vocal ejecutivo de las Comisiones del Tepalcatepec y del Balsas construyó presas y caminos, edificó hospitales, ciudades e industrias, trabajó por los más desvalidos, y a pesar de un esfuerzo agobiante, sostenido durante treinta años, vio con amargura que si bien se enriqueció al país, los principales beneficiarios de esta enorme tarea fueron en última instancia los neolatifundistas herederos del hacendismo y los monopolistas extranjeros herederos de la Colonia.
El presidente Lázaro Cárdenas abandonó el castillo de Chapultepec (antigua residencia presidencial)  y continuó habitando su casa en la calle Wagner 50 mientras se le construía una sencilla residencia en lo que entonces era la prolongación del Bosque. Con el castillo, edificado desde la época virreinal, restaurado y amueblado por Maximiliano, el emperador aficionado a la botánica (¿Ahora entiende porque el espacio donde estuvo el jardín Celso Vizcaíno en Sayula fue en el siglo XIX un jardín botánico exclusivo de la elite local? Jardín que demolió un sub alterno de Lázaro Cárdenas, Marcelino García Barragán.) y a contemplar el vuelo de los colibríes sobre las flores del jardín, Cárdenas dejaba atrás un pasado de esplendores marchitos. Su atención se fijó en el viejo Palacio Nacional, que abarcaba significativamente la Secretaría de Hacienda, la Tesorería y la Secretaría de Guerra y que él consideraba como una parte del Poder Ejecutivo. Escenario de festines, asonadas y asesinatos, asaltado, abandonado y reconquistado muchas veces, era un compendio de la historia nacional. Cárdenas le añadió un nuevo capítulo. Prohibió que la guardia, formada en la puerta de honor, lo recibiera a trompetazos según la vieja etiqueta y abrió sus puertas a los obreros y sobre todo a los campesinos. Lo que ahí se trataba debía cumplirse rigurosamente y la gente del pueblo, acostumbrada a las jerarquías y a los rituales, sentía que por el solo hecho de ser recibida en la misma fuente de lo sagrado sus negociaciones debían alcanzar la solemnidad de un pacto irrevocable. El Presidente no alteró sus hábitos de soldado a lo largo del sexenio. Cuando ese mismo año se cambió a Los Pinos, siguió levantándose al amanecer aunque se hubiera acostado muy tarde. Amaba los caballos, las plantas y el agua. Montaba sin alardes, cuidaba sus flores y casi a diario nadaba en la alberca helada de Los Pinos. Si estaba cerca del mar o de un manantial de aguas sulfurosas durante sus largos viajes, nunca dejaba pasar la ocasión de tomar un baño. Lo afeitaba un soldado -otro de sus hábitos castrenses y desayunaba fruta, huevos tibios y café. A las 9 menos 20 de la mañana, después de leer los periódicos, tomaba su auto y se dirigía al Palacio. En punto de las 9, antes de entrar al despacho, recorría las antesalas con su paso rápido y llamaba a su secretario particular: -Señor licenciado, vi en la antesala a un señor gordo, vestido de café, y a un güerito que fumaba un puro. ¿Quiénes son? ¿Qué es lo que desean? Se había impuesto la disciplina de saber quiénes eran las gentes que lo visitaban para hablarles por sus nombres y saber de ellos lo esencial a fin de no equivocarse, y una vez informado, nunca olvidaba los menores detalles. Le gustaba oír, sin dar muestras de fatiga o disgusto, y hablaba escasamente, casi en sordina, por lo que a veces era difícil entenderlo. En Los Pinos hablaba y paseaba; en el Palacio permanecía sentado y sólo se levantaba para saludar o despedir a los visitantes. Comía en su casa con su mujer y a las 5 de la tarde volvía al Palacio. En la enorme plaza oscurecida sólo se destacaban, hasta muy tarde, sus balcones iluminados. Tenía un gran respeto de sí mismo y de su investidura. Hombre de una cortesía refinada, no dijo nunca una palabra ordinaria ni habló mal de nadie ni le gustaba levantar la voz o reprender a los que cometían faltas. Vestía con la mayor pulcritud. Aun en los trópicos andaba de saco y corbata sin dar señales de molestia. En el fondo era muy tímido. Su brazo izquierdo, un poco encogido a consecuencia de haberse caído de un caballo, acentuaba su aire de rigidez, que él trataba de suavizar esbozando una sonrisa amable. Resolvía los asuntos sobre la marcha, sin demoras y sin falsas promesas. Decía sí o no y la gente sabía que cumplía su asentamiento o su negación. Auxiliaba a los pobres extremando su delicadeza y en las peores crisis no se le vio nervioso o descompuesto. Si tuvo aventuras amorosas, las tuvo empleando una discreción total. Atraía a las mujeres y algunas le atribuyeron hijos, como es el caso de ciertos hombres notables. El 3 de diciembre, es decir, dos días después de tomar posesión de su cargo, clausuró los casinos de su amigo y antecesor el general Abelardo Rodríguez, y sin decir palabra proscribió el chaqué o el frac de las ceremonias públicas -aquel renovado carnaval en un pueblo harapiento-, los banquetes y los vinos. El Presidente, aparte de estas costumbres -México fue y es hasta la fecha un país de rituales religiosos y civiles-, era abstemio, no fumaba, detestaba las corridas de toros - vestigio del barroco-, se había rebajado el sueldo a la mitad -hecho que pasó inadvertido-, y su joven mujer no jugaba al bridge con las esposas de los ministros. El periódico oficial del régimen dejó de publicar su gustada página de crímenes, lo cual disminuyó considerablemente su circulación; no más aquellas cabezas a ocho columnas impresas en tinta roja que decían: "Mató a su mamacita sin causa justificada", "Sacerdote muerto por comerse un taco de cabeza", "Dio unos pasos atrás ... y le faltó azotea", truculencias de moda, desde los tiempos de Posada, que con los toros, los milagros, la lotería, las trompetas y los tambores constituían el deleite del mexicano. La clausura de los casinos y del bar del Palacio de Bellas Artes no eran medidas que lo hicieran popular entre los ricos. Los banqueros o los industriales tampoco se sentían muy complacidos de compartir los sillones del Palacio Nacional con el México cafre (¿Chairo?), como José Yves Limantour llamaba a la gente pobre." (Lázaro Cárdenas y la Revolución Mexicana, Fernando Benítez)

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