lunes, 1 de mayo de 2023

 Relato original de la conquista de

México de Bernal Díaz del Castillo

Por Rodrigo Sánchez Sosa/ Cronista de Sayula

Bernal Díaz del Castillo, fue un soldado raso de las tropas españolas que Hernán Cortés trajo a lo que sería primero la Nueva España y luego México, partiendo de la Habana Cuba en 1517 y desembarcando en la  península de Yucatán en 1519. A él se le atribuye estos relatos conocidos como "La Historia verdadera de la conquista de la Nueva España" conocido antes de su primera edición como manuscrito Guatemala (G), el utilizado por fray Alonso Remón para la primera edición Princeps de Madrid en 163 y la copia, póstuma, de G que hizo Francisco Díaz del Castillo, hijo de nuestro cronista, habitualmente designado manuscrito Alegría (A), que fuera restaurada en EU en 1951. Bernal Díaz del Castillo acaba sus días como autoridad colonial en Guatemala por pago de servicio de armas a la corona, pero, de acuerdo a la tradición redactará el "Manuscrito de Guatemala" que a continuación leerá el lector en sus primeros Capítulos. Muchos historiadores dudan que Díaz del Castillo con educación mínima o nula pudiese redactar esta novela épica, la primera de América y atribuyen al propio Hernán Cortés su autoría, quien usando el pseudónimo de una de sus soldados redactó esta obra para defenderse de las acusaciones de las que era objeto en los tribunales españoles en ese periodo. Aquí dejamos para los lectores sayulenses de esta columna la redacción original de parte del texto, que narra el primer desembarco en México de los españoles y las primeras guerras de resistencia contra ellos que desmiente la supuesta sumisión cobarde de los indígenas por creerlos dioses:


"En ocho días del mes de febrero del año de mil y quinientos diez y siete, salimos de La Habana (Cuba), del puerto de Axaruco, que es en la banda del norte, y en doce días doblamos la punta de Santo Antón, que por otro nombre en la isla de Cuba se llama Tierra de los Guanahataveyes, que son unos indios como salvajes. Y doblada aquella punta y puestos en alta mar, navegamos a nuestra ventura hacia donde se pone el sol, sin saber bajos ni corrientes ni qué vientos suelen señorear en aquella altura, con gran riesgo de nuestras personas, porque en aquella sazón nos vino una tormenta que duró dos días con sus noches, y fue tal, que estuvimos para nos perder, y desque abonanzó, siguiendo nuestra navegación, pasados veinte e un días que habíamos salido del puerto, vimos tierra, de que nos alegramos y dimos muchas gracias a Dios por ello. La cual tierra jamás se había descubierto ni se había tenido noticia della hasta entonces. Y desde los navíos vimos un gran pueblo que, al parecer, estaría de la costa dos leguas. Y viendo que era gran poblazón y no habíamos visto en la isla de Cuba ni en La Española pueblo tan grande, le pusimos por nombre el Gran Cairo. Y acordamos que con los dos navíos de menos porte se acercasen lo más que pudiesen a la costa para ver si habría fondo para que pudiésemos anclar junto a tierra. Y una mañana, que fueron cuatro de marzo, vimos venir diez canoas muy grandes, que se dicen piraguas, llenas de indios naturales de aquella poblazón, y venían a remo y vela. Son canoas hechas a manera de artesas, y son grandes y de maderos gruesos y cavados, de arte que están huecos; y todas son de un madero, y hay muchas dellas en que caben cuarenta indios. Quiero volver a mi materia. Llegados los indios con las diez  canoas cerca de nuestros navíos, con señas de paz que les hicimos, y llamándoles con las manos y capeando para que nos viniesen a hablar, porque entonces no teníamos lenguas (traductores) que entendiesen la de Yucatán y mexicana, sin temor ninguno vinieron, y entraron en la nao capitana sobre treinta dellos; y les dimos a cada uno un sartalejo de cuentas verdes, y estuvieron mirando por un buen rato los navíos. Y el más principal dellos, que era cacique, dijo por señas que se querían tornar en sus canoas y irse a su pueblo; que para otro día volverían y traerían más canoas en que saltásemos en tierra. Y venían estos indios vestidos con camisetas de algodón como jaquetas, y cubiertas sus vergüenzas con unas mantas angostas, que entre ellos llaman masteles Y tuvímoslos por hombres de más razón que a los indios de Cuba, porque andaban los de Cuba con las vergüienzas de fuera, ecepto las mujeres, que traían hasta los muslos unas ropas de algodón, que llaman naguas. Volvamos a nuestro cuento. Otro día por la mañana volvió el mesmo cacique a nuestros navíos y trujo doce canoas grandes, ya he dicho que se dicen piraguas, con indios remeros; y dijo por señas, con muy alegre cara y muestras de paz, que fuésemos a su pueblo y que nos darían comida y lo que hobiésemos menester, y que en aquellas sus canoas podíamos saltar en tierra. Entonces estaba diciendo en su lengua: "Cones cotoche, cones cotoche", que quiere decir: "Andad acá, a mis casas". Y por esta causa pusimos por nombre aquella tierra Punta de Cotoche, y ansína está en las cartas de marear. Pues viendo nuestro capitán y todos los demás soldados los muchos halagos que nos hacía aquel cacique, fue acordado que sacásemos nuestros bateles de los navíos, y en el uno navío de los pequeños y en las doce canoas saltásemos en tierra todos de una vez, porque vimos la costa toda llena de indios que se habían juntado de aquella población; y ansína salimos todos de la primera barcada. Y cuando el cacique nos vio en tierra y que no íbamos a su pueblo, dijo otra vez por señas al capitán que fuésemos con él a sus casas; y tantas muestras de paz hacía, que, tomando el capitán consejo para ello, acordose por todos los mas soldados que con el mejor recaudo de armas que pudiésemos llevar, fuésemos. Y llevamos quince ballestas y diez escopetas, y comenzamos a caminar por donde el cacique iba con otros muchos indios que le acompañaban. E yendo desta manera, cerca de unos montes breñosos comenzó a dar voce el cacique para que saliesen a nosotros unos escuadrones de indios de guerra que tenía en celada para nos matar; y a las voces que dio, los escuadrones vinieron con gran furia y presteza, y nos comenzaron a flechar, de arte que de la primera rociada de flechas nos hirieron quince soldados. Y traían armas de algodón que les daba a las rodillas y lanzas y rodelas y arcos y flechas y hondas y mucha piedra, y con sus penachos; y luego, tras las flechas, se vinieron a juntar con nosotros pie con pie, y con las lanzas a manteniente nos hacían mucho mal. Mas quiso Dios que luego les hecimos huir, como conoscieron el buen cortar de nuestras espadas y de las ballestas y escopetas; por manera que quedaron muertos quince dellos. Y un poco más adelante donde nos dieron aquella refriega estaba una placeta y tres casas de cal y canto, que eran cúes y adoratorios donde tenían muchos ídolos de barro: unos como caras de demonios, otros como de mujeres y otros de otras malas figuras; de manera que, al parecer, estaban haciendo sodomías los unos indios con los otros. Y dentro en las casas tenían unas arquillas chicas de madera y en ellas otros ídolos, y unas patenillas de medio oro y, lo más, cobre, y unos pinjantes, y tres diademas y otras pecezuelas de pescadillos y ánades de la tierra, y todo de oro bajo. Y desque lo hobimos visto, ansína el oro como las casas de cal y canto, estábamos muy contentos, porque habíamos descubierto tal tierra; porque en aquel tiempo ni era descubierto el Pirú (Perú) ni aun se descubrió de ahí a veinte años. Y cuando estábamos batallando con los indios, el clérigo González, que iba con nosotros, se cargó de las arquillas e ídolos y oro, y lo llevó al navío. Y en aquellas escaramuzas prendimos dos indios, que después que se bautizaron se llamaron el uno Julián y el otro Melchior y entrambos eran trastabados (bizcos) de los ojos. Y acabado aquel rebato, nos volvimos a los navíos y seguimos la costa adelante descubriendo hacia do se pone el sol; y después de curados los heridos, dimos velas. 

Creyendo que era isla (el territorio de México que acaban de descubrir), como nos lo certificaba el piloto Antón de Alaminos, íbamos con muy gran tiento, de día navegando y de noche al reparo; y en quince días que fuimos desta manera vimos desde los navíos un pueblo, y al parecer algo grande; y había cerca dél gran ensenada y bahía. Creímos que habría río o arroyo donde pudiésemos tomar agua, porque teníamos gran falta della, a causa de las pipas y vasijas que traíamos, que no venían estancas, porque como nuestra armada era de hombres pobres y no teníamos oro cuanto convenía para comprar buenas vasijas y cables, faltó el agua, y hobimos de saltar en tierra junto al pueblo. Y fue un domingo de Lázaro, y a esta causa posimos aquel pueblo por nombre Lázaro, y ansí  está en las cartas de marear, y el nombre propio de indios se dice Campeche. Pues para salir todos de una barcada acordamos de ir en el navío más chico y en los tres bateles con nuestras armas, no nos acaeciese como en la Punta de Cotoche. Y porque en aquellos ancones y bahías mengua mucho la mar, y por esta causa dejamos los navíos anclados más de una legua de tierra y fuimos a desembarcar cerca del pueblo. Y estaba allí un buen pozo de agua, donde los naturales de aquella población bebían, porque en aquellas tierras, según hemos visto, no hay ríos; y sacamos las pipas para las henchir de agua y volvernos a los navíos. E ya que estaban llenas y nos queríamos embarcar, vinieron del pueblo obra de cincuenta indios, con buenas mantas de algodón, y de paz, y a lo que parescía debían de ser caciques. Y nos dicen por señas que qué buscábamos, y les dimos a entender que tomar agua e irnos luego a los navíos, y nos señalaron con las manos que si veníamos de donde sale el sol y decían: "Castilán, castilán"; y no miramos en lo de la plática del "castilán". Y después destas pláticas nos dijeron por señas que fuésemos con ellos a su pueblo, y estovimos tomando consejo si iríamos o no, y acordamos con buen concierto de ir muy sobre aviso. Y lleváronnos a unas casas muy grandes, que eran adoratorios de sus ídolos, y bien labradas de cal y canto, y tenían figurado en unas paredes muchos bultos de serpientes y culebras grandes y otras pinturas de ídolos de malas figuras, y alrededor de uno como altar, lleno de gotas de sangre. Y en otra parte de los ídolos tenían unos como a manera de señales de cruces, y todo pintado, de lo cual nos admiramos como cosa nunca vista ni oída. Y según paresció, en aquella sazón habían sacrificado a sus ídolos ciertos indios, para que les diesen victoria contra nosotros; y andaban muchas indias riéndose y holgándose (Burlándose de los que les pasaría)…" - Bernal Díaz del Castillo "Historia verdadera de la conquista de la Nueva España"     

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