jueves, 18 de marzo de 2010



La Espera

Por Lizeth Sevilla

Nadie espera, nadie hace sonar el teléfono, todo está silencio, oscuro, solitario, los muebles hacen una alabanza a los recuerdos, cada rincón de la casa es una memoria andando, entre la inmutable realidad, se sorprende a sí misma con una idea: siempre fue la que esperó y tuvo calma a que el rumbo cambiara un poco… nunca fue la protagonista de la vida de los demás. Abrir una puerta significaba conocer nuevos mundos, nuevas latitudes, abrir el alma a esa gente nueva que llegaba a conquistar sus terruños, relegar algunos secretos válidos de su asombrosa existencia, abrirse paso a nuevas sensaciones dejarse fluir, dejar que el mundo cambiara su significado; pero a veces abrirse camino a nuevas latitudes también significaba perder, dejar ir a mucha gente que probablemente jamás regresaría… 

Nadie jamás le advirtió que esto de vivir era como la rayuela, como el ajedrez o esos juegos para intelectuales, la dejaron descubrir cómo era el agua desde sus manos, cómo era el fuego desde su dolor pero nadie le advirtió que todo, todo tiene un precio, que las personas no van por el mundo entregándose sin miedo a las consecuencias, que las personas no van por la realidad dando un poco de sí mismos sin esperar muchas cosas a cambio…incluso tiempo.
Alguna vez, un extraño se acercó a advertirle que cuándo se le fuera más gente, no rogara por su regreso, sino que siguiera su camino… pero ella, ilusa siempre siguió tocando la misma puerta, durmiendo en la misma cama, entre las cuatro paredes en las que alguna vez pretendió construir su máquina de hacer felicidad, ilusa pensó que esperar un año probablemente no sería demasiado y se fue la noción del tiempo, sus ojos dejaron de brillar, su rostro se llenó de surcos y la piel dejó de clamar efervescencia y ahora pedía calma, sopor…su cuerpo enardecido por la espera, se llenó de páginas y triunfos pero jamás entendió que a veces las personas, no saben el valor de la palabra, que a veces vamos inmutados gastando adjetivos y verbos como si fuera tan fácil sostenerlos en estas trincheras en las que ya no hay capacidad de asombro. Todo estaba silencio, a sus casi veinticinco años, la vida parecía de ciento y tantos, el cansancio de las caídas comenzaba a menguar sus ansias de joven entusiasta, la que se subía al mundo y lo surcaba con su pluma. Dejó de crear, dejó de moverse, dejó de esperar porque ya no podía hacer otra cosa… a veces cuando se terminan las preguntas no sólo se van las respuestas, sino también las esperanzas.
Esa gente de dos y tres caídas juzgó el apagón que hubo en su vida, juzgó el silencio que comenzaba a reinar en ese cuerpo lleno de historias para el diario, juzgó la inteligencia y la creatividad… su gente, sus amigos por antonomasia, los pocos que habían quedado de aquellas batallas de la vida, simplemente se quedaron a estirar la mano para cuando ella quisiera levantarse y reinventar su realidad, se quedaron cerca a observar cómo se llevaba a cabo aquel suicidio, aquella muerte que había empezado cuando todos los que creían quererla terminaron por abandonarla, con sus inmadureces, con sus veteranías, con sus ansias locas de descubrir el mundo con sus propios pies, su gente se quedó al funeral y en lugar de llantos y arrepentimientos se suscitaron charlas interesantes sobre literatura y política, mientras ella se quedaba inerte, jamás se fueron, su sequito de personas se quedó, esperando que un día cualquiera -como decía el buen Benedetti- sin saber cómo ni con qué motivo, por fin despertara y quisiera volver a vivir. En tanto despertaba, agarró una mochila y le echó lo necesario para el largo viaje y se fugó, dejando a cada fantasma en su trinchera, con la gente que había elegido para sucumbir, sus ojos ya no podían ver más atrocidades, su vida no podía esperar a que sus sombras decidieran sucumbir bajo los pies de otros y se fue a construirse otras alas y otro cuerpo para poder crear.

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