viernes, 29 de enero de 2010

En qué piensan los hombres cuando tienen sexo.
Rodrigo Sánchez Sosa.
Después ella me dijo, ya de madrugada: -Eres una calamidad, Lucas Lucatero. No eres nada cariñoso. ¿Sabes quién si era amoroso con una? -¿quién? -El niño Anacleto. Él si que sabía hacer el amor. "Anacleto Morones"; Juan Rulfo. 
  Muy agradable y gratificante resulta leer colaboraciones como las de Lizeth Sevilla en los medios locales. En su pasada entrega: "¿En qué piensan las mujeres cuando hacen el amor?" (Horizontes No 735), Lizeth, plantea una pregunta que a la vez le fue planteada por una amiga, dejándonos, tras su análisis de la misma, un confortable y seductor misterio. 
  Pensando, que lo mismo le da a este semanario que mis colaboraciones sean dos o tres, nunca menos (aunque la cuestión sea cualitativa no cuantitativa), creí sería interesante plantearse la misma pregunta pero desde el otro genero. Algo en lo que sí, todos los hombres, somos cómplices.
Dice Joaquín Sabina que para el hombre el cuerpo de la mujer es una religión. ¿En que pensamos los hombres cuando tenemos sexo? Ciertamente erguimos templos paganos a nuestra fe, y en ellos nos entregamos a nuestros propios ritos, en un frenesí dionisiaco que nos justifica. Imposibilitados por nuestro Edipo interior para dotar de personalidad perene, los cuerpos femeninos que nos obsesionan, vestimos con nuestras necesidades afectivas y carnales, en la fugacidad de un encuentro pactado según la ocasión, el objeto de nuestro deseo, nuca mejor dicho. En qué pensamos entonces. 
  Seguramente, en la mayoría de los casos, o muy en el fondo, todos nuestros pensamientos estén condicionados por la culpa: "-¿Qué has hecho?- dijo Dios al hombre. -la mujer que me diste para que estuviera conmigo me ha dado de comer del fruto…" (Génesis 3:11-12)
  El hombre se enamora, pero pocas veces puede hacer el amor, por el fantasma freudiano ya mencionado, tiene sexo. Piensa tal vez, entonces, en el sabor de una piel negada por el despecho; en el deseo insatisfecho al que le obliga la moral del tálamo que cohabita; en las curvas suaves y prolongadas que siguen sus manos a través de la geografía femenina del momento, pródiga de sensaciones que arrebatan; en su alma que se solidifica volviéndose mármol, granito, cantera que penetra el seno cálido y acogedor de un misterio que se encarna lubricado y palpitante; en la obligación que como guerrero tiene de no acobardarse frustrando la empresa sea cual fuese la condición circunstancial del encuentro; en el demonio que lo consume en un fuego irracional de impulso irrenunciable; en el cuello de una nube al cual se colgó siguiendo la cadencia de unas formas delicadas que miran con ojos de profundidad, de los cuales es imposible escapar; en el momento de decir adiós para liberarse o encadenarse por siempre a ese instante.
  Dice Nietzsche que el hombre fue hecho para la guerra y la mujer para solaz de guerrero. Yo como Lizeth me quedo con la poesía: "Han caído los dos, cual soldados fulminados al suelo, y ahora están atrapados los dos, en las misma prisión; han caído los dos, bajo el punto de vista exclusivo, iniciando una guerra en que nadie pudo vencer jamás… ella sabe lo que el hombre espera, sin haberlo aprendido, y él encuentra sentido al enigma, que no le dejaba existir"  
"Han caído los dos", Radio Futura; Santiago Auserón.

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