jueves, 12 de abril de 2012


Soliloquio en las esquinas. Las mujeres de la media noche
Lizeth Sevilla
Has educado tu boca y tus manos, tus músculos y tu piel, tus vísceras y tu alma. Sabes vestir y desvestirte, acostarte, moverte. Eres precisa en el ritmo, exacta en el gemido, dócil a las maneras del amor.
Canonicemos a las putas. Jaime Sabines.
En todas las ciudades hay una Delgadina dispuesta a vender amor a cambio de unas cuantas monedas para apaciguar el hambre de los suyos. La que se quedó sorda paulatinamente por escuchar los murmullos de desconocidos, que buscaban desesperados la cura del desamor. La que por antonomasia fue condenada a la vida en esta muerte de todos, de la que nada se sabe más que sus medias negras, sus faldas cortas, sus blusas escotadas, sus rostros sin nombre, sin labios, sin tiempo.
Hay quien dice que estas mujeres no suponen ritual alguno y que hablar de ellas implica meterse en serios problemas de moral. Pero hablar de los pueblos también implica hablar de esas prácticas secretas, que todo mundo hace y nadie comenta. En un principio fue el placer, en estos tiempos, no se puede hablar de otra cosa. Entre globalización, alimentos transgénicos, el noticiero de las siete, olvidamos que existen personas, escondidas entre los muros de las ciudades y los pueblos, que salen por las noches, inexpugnables a cazar los fantasmas de terceros. Y se dan completas, se quitan sin nimiedad la ropa, esperan quietas a que su compañero momentáneo elija sus batallas y decida despojarse de la rutina, de las deudas y deje fluir los secretos de su cuerpo enardecido de tiempo y desganas.
Estas mujeres que le quitan la histeria a los terruños, que se transforman con cada hombre que entra a esos cuartos oscuros, con olor arrumbado, saturados de compromisos, de puestos políticos, de esposas y duendes. Las mujeres que no fueron vetadas por los sistemas, al contrario, crecieron como creció el intercambio económico y cultural entre países, vivieron los procesos de transiciones políticas, ahí, en sus recovecos en los que enunciaban todo.
Que desde los tiempos de Sodoma dejaron impregnada en la historia la necesidad del desasosiego y de la cura, el silencio necesario de la Magdalena que describió Sabina en alguna de sus letras: Sólo te pido que me escribas, contándome si sigue viva la virgen del pecado, la novia de la flor de la saliva, el sexo con amor de los casados. Dueña de un corazón, tan cinco estrellas, que, hasta el hijo de un Dios, una vez que la vio, se fue con ella.
Infaliblemente, los hombres que necesitaron de los servicios de una vendedora de caricias, vivieron, a través del tiempo sus rituales, estar con ellas implicaba no sólo dejar en el buró el dinero exacto, sino el cortejo, el descubrimiento de nuevos recovecos que descubrir en una piel ajena, para llegar a casa, atiborrados de sueños en busca del paraíso perdido con la mujer que nos destinó el destiempo hasta que la muerte haga justicia.
La moral de los pueblos han alejado por los siglos de los siglos a estas mujeres que encuban el placer entre sus piernas y que guardan para sí mismas los recuerdos de esos cuerpos mudos, infieles, desgastados por la vida y sus trampas… al finalizar la madrugada, cuando el sol se asoman, salen ellas ahora a ejercer el difícil oficio de ser madres, amigas, hijas, trabajadoras del gobierno y a cargar sobre sus hombros insignias y críticas, adjetivos, verbos y demás propiedades del lenguaje. Y en el nombre de la iglesia las satanizan y les quitan el rango humano.
Mujeres de esquina, sexoservidoras, escuchas a sueldo de su cuerpo, vendedoras de placer e ilusiones dirigidas… dicen los que han vivido el asunto de los cuerpos en camas ajenas que vivirlas era también cosa romántica. Que cada pueblo, cada ciudad con sus rituales característicos, tienen un secreto que contar en esas calles que nadie visita por temor a ser vistos y juzgados. El cuerpo no reconoce excusas.

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