sábado, 11 de agosto de 2018

La política y las Promesas.
Por Rodrigo Sànchez Sosa

¡Cuán digno de admiración es un gobernante cuando cumple sus promesas, cuando vive de un modo íntegro y cuando no usa de doblez en su conducta! No hay quien no comprenda esta verdad, y, sin embargo, la experiencia dice que no es aconsejable, ya que los gobernantes que han cumplido con todo lo prometido y han empleado la astucia para someter las críticas y expectativas de sus gobernados, realizaron grandes empresas, y acabaron por triunfar en contraste con aquellos que procedieron en todo con lealtad. Es necesario que el gobernante sepa que dispone, para defenderse, de dos recursos: la ley y la fuerza. El primero es propio de hombres, y el segundo corresponde esencialmente a los animales. Pero como a menudo no basta el primero es preciso recurrir al segundo. Le es, por eso, indispensable a un gobernante hacer buen uso de uno y de otro, ya simultánea, ya sucesivamente. Tal es lo que con palabras encubiertas enseñaron los antiguos sabios a los gobernantes, cuando escribieron que muchos de ellos, y particularmente Aquiles, fueron educados en su niñez por el centauro Quirón (ser mítico mitad hombre mitad caballo), para que les criara y los educara bajo su disciplina. Esta míto no significa otra cosa, sino que tuvieron por maestro a un ser que era mitad hombre y mitad bestia, o sea que un príncipe necesita utilizar a la vez o intermitentemente de una naturaleza y de la otra, y que la una no duraría, si la otra no la acompañara.
Desde que un gobernante se ve en la precisión de obrar competentemente como las bestias, los que ha de imitar son al león y a la zorra, según los casos en que se encuentre. El ejemplo del león no basta, porque este animal no sabe protegerse de las trampas, ni la zorra puede librarse de los lobos. Es necesario, por consiguiente, ser zorra, para saber reconocer y liberarse de las trampas, y león, para espantar a los lobos; los que sólo toman por modelo al león son los inexpertos. Cuando un gobernante prudente advierte que las promesa que ha hecho van en contra de sus intereses, y que los motivos que le determinaron a hacerlas no existen ya, ni puede, ni siquiera debe cumpliras, a no ser que quiera perderse. Y obsérvese que, si todos los hombres fuesen buenos, este precepto sería detestable. Pero, como la mayoría son oportunistas, y no cumplirían ellos sus propias promesas, tampoco el gobernante está obligado a cumplir las suyas, si lo quisiera obligar por el chataje.
Nunca faltan razones legítimas a un gobernante para justificar la inobservancia de sus promesas, inobservancia autorizada en algún modo por infinidad de ejemplos demostrativos de que se han concluido muchos tratados de paz y promesas, por faltar el gobernante a su palabra. El que supo obrar como zorra, tuvo mejor acierto.
Pero es necesario saber encubrir ese proceso y ser hábil en disimular y en fingir. Los hombres son ignorantes, y se sujetan a las necesidades del momento a tal grado, que el que engaña con arte halla siempre gente que se deje engañar. Por ejemplo, El Papa Alejandro VI no hizo jamás otra cosa que engañar a sus prójimos, pensando incesantemente en los medios de inducirles a error y encontró siempre ocasiones de poderlo hacer. No hubo nunca nadie que conociera mejor el arte de las mentiras persuasivas ni que afirmara una cosa con juramentos más
respetables, ni que a la vez cumpliera menos lo que había prometido. A pesar de que todos lo consideraban como un tramposo, sus engaños le salían siempre de acuerdo a lo planeado, porque, con sus estratagemas, sabia dirigir a los hombres.
No hace falta que un gobernante posea todas las virtudes de que antes hice mención, pero conviene que aparente poseerlas. Hasta me atrevo a decir que, si las posee realmente, y las practica de continuo, le serán desventajosas a veces, mientras que, no poseyéndolas de hecho, pero aparentando poseerlas, le serán siempre provechosas. Puede aparecer honesto, humano, fiel, leal, y aun serlo. Pero le es menester conservar su corazón en tan exacto acuerdo con su inteligencia que, en caso preciso, sepa hacer lo contrario. Un gobernante, y especialmente uno nuevo, que quiera mantenerse en su puesto, ha de comprender que no le es posible observar con perfecta integridad lo que hace mirar a los hombres como virtuosos y honestos, puesto que, con frecuencia, para mantener el orden en su ciudad, se ve forzado a obrar contra sus promesas, contra las virtudes humanitarias o caritativas y hasta contra su religión. Su espíritu ha de estar dispuesto a tomar el giro que los vientos y las variaciones de la fortuna exijan de él, y, como expuse más arriba, a no apartarse del bien, mientras pueda, pero también a saber obrar mal, cuando no queda otro recurso. Debe cuidar mucho de ser circunspecto, para que cuantas palabras salgan de su boca, lleven impreso el sello de las virtudes mencionadas, y para que, tanto viéndole, como oyéndole, le crean enteramente lleno de buena fe, entereza, humanidad, caridad y religión. Entre estas prendas, ninguna hay más necesaria que la última. En general, los hombres juzgan más por los ojos que por las manos, y, si es propio a todos ver, tocar sólo está al alcance de un corto número de privilegiados. Cada cual ve lo que el gobernante aparenta, pero pocos comprenden lo que es realmente y estos pocos no se atreven a contradecir la opinión de la mayoría, que tiene por apoyo de sus ilusiones la el bienestar del Estado que le protege. En las acciones de todos los hombres, pero particularmente en las de los gobernantes, contra los que no cabe recurso de apelación, se considera simplemente el fin que llevan, es decir el fin justifica los medios. Dedíquese, pues, el gobernante a superar siempre las dificultades y a conservar su ciudad. Si logra con acierto su fin se tendrán por honrosos los medios utilizados, pues la gente común se siente pagada con la apariencia y se deja seducir por el éxito.  Y como el vulgo es lo que más abunda en las sociedades, los escasos informados y educados que existen no se atreven a denunciar nada hasta que la inmensa legión de los ignorantes no sabe ya a qué atenerse.  Maquiavelo, El Príncipe.

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